Hoy el bloguero tiene que hacerle una confesión muy íntima a sus lectores. Un alivio muy grande.
7 de Septiembre.- Nadie (o casi nadie) lo sabe en Austria, pero el bloguero tiene, en lo tocante al deporte, dos vidas. La primera vida abarca entre los dos o tres años y los veinticuatro de su edad, y la segunda, todo el resto hasta hoy. Durante la primera parte de su vida, el bloguero tenía un trauma tremendo: una educación deportiva centrada en el fútbol (deporte que odia desde lo más profundo de su alma, que considera de una ordinariez inenarrable y del que se venga constantemente a base de ignorarlo olímpicamente) le hizo pensar que él era muy malo en los deportes.
Como el feedback que recibía siempre era que jugaba muy mal (juega muy mal, desde chiquillo), jamás hizo nada que estuviera en su mano por mejorar (¿Para qué, si era imposible?) de manera que el bloguero terminó siendo siempre el más negado de la clase de gimnasia. Tenía una forma tendente a cero (la falta de autoestima no le permitía ni siquiera pensar que algún día podría hacerlo mejor) de manera que los profesores siempre terminaban aprobándole la educación física porque para el resto de materias era muchísimo mejor.
A eso de los veinticuatro o los veinticinco años, el bloguero decidió ponerse en forma, y utilizó para ello la misma tenacidad que, llueva o haga sol, esté cansado o no, le lleva a escribir un post de Viena Directo cada día.
Se lo propuso y, poco a poco, lo hizo. Decidió lo más barato (era pobre) y lo más fácil. O sea, correr. Y se dió cuenta, como muchos parados a los que la crisis ha puesto a trotar por esas carreteras, que era muy resistente físicamente y que correr largas distancias se le daba bien.
Con los años, el bloguero llegó a ponerse respetablemente en forma, cosa que redundó, por ejemplo, en su peso (el bloguero sigue pesando hoy en día lo mismo que hace veintitantos años, cuando hizo la selectividad).
La venganza (infantil, como todas) del bloguero, fue que corría (y corre) lo que le salía de las pelotas (valga la redundancia), siempre solo y nunca en competiciones. Era venganza y era la herida en el pundonor y en el ánimo del negado de la clase, al que siempre le adelantaban hasta las chicas más patosas y que terminaba el test de Cooper (ese invento infernal) escupiendo el estómago y con el pulso saliéndole por las orejas.
Hace un mes, sin embargo, una compañera de trabajo tan simpática como asertiva se dirigió a él para alistarle en la Business Run. Es una carrera que se celebra anualmente en Viena, la cual, como su nombre indica, hace que por un día por lo menos los administrativos fondones se levanten del asiento y corran unos kilómetros (cuatro, hay que estar en forma, pero tampoco hay que ser un fondista del copón).
El bloguero no se atrevió a negarse.
Sin embargo, no el bloguero propiamente dicho, sino el niño que fue, acojonado por los que en clase se reían de él y cuyas voces sigue oyendo (porque esas voces de la infancia no se dejan de oir nunca) ha estado todas estas semanas mirando con aprensión la carrera. Mil y una veces ha visto correr delante de sus ojos la película de la avenida principal del Prater, ese espacio boscoso y se ha visto a sí mismo haciendo eso que a los españoles nos da tantísimo miedo y que a los austriacos no: el ridículo.
Era inútil que, antes de dormirse, pensara el bloguero en que ya no era un crío y en que puede estarse, sin ningún problema, tres cuartos de hora corriendo sin que le suba el pulso más de lo imprescindible. Era inútil.
Anoche, el bloguero se fue a la cama intranquilo y, de los nervios, estaba despierto veinte minutos antes de que sonase el despertador (o sea, a las cinco y media de la mañana, que se dice pronto).
Como cuando tenía que hacer exámenes, se ha levantado con mal cuerpo, se ha duchado, se ha tomado un café, ha cogido el tren de todos los días, deseando que llegaran las siete y dieciocho de la tarde, hora fatídica que, en sus pesadillas, estaba marcada como la del principio de su desgracia. Delante de los compañeros en mejor o peor forma ha aparentado la tranquilidad que siempre aparenta en ocasiones semejantes y cuando los compañeros le preguntaban por el tiempo que pensaba hacer, contestaba que ni idea (a pesar de que, como es lógico, tiene controlado más o menos el tiempo que tarda en correr cuatro kilómetros, unos discretísimos y humildísimos veinticinco minutos porque el bloguero es resistente pero no veloz).
Conforme la hora se acercaba, el bloguero sentía cómo se le hacía un nudo en el estómago. Ha seguido, obediente, al rebaño hasta la salida (todas estas cosas tienen algo de militar) y se ha puesto música. Cuando la multitud ha echado a correr, él ha echado a correr y al llegar a la mitad…
NO HA PASADO ABSOLUTAMENTE NADA. NADA DE NADA DE NADA.
El bloguero ha llegado a la meta, al Estado de Viena, el mismo que vio la victoria de la selección española en 2008 y ha dado la vuelta al ruedo, rodando como un delfín feliz, sin grandes apuros. Luego, ha recogido su bolsa y se ha montado en el metro camino de su casa.
Con la sensación de haber roto (¿Para siempre?) un hechizo.
El año que viene, visto lo visto, igual corro otra vez.
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