El blanco es un color perfecto para el luto

En un mundo en el que está de moda el azul, resulta bastante peligroso insististir en vestirse de blanco. Puede tener consecuencias fatales.

18 de Octubre.- En el agradable libro Cromorama, del profesor Falcinelli, que he estado leyendo estos días atrás, hay un capítulo dedicado al color blanco. Con mucha intención se llama „Bianco morale“ o sea, „Blanco Moral“ y en él se sostiene que, desde que en el renacimiento se redescubrió la estatuaria clásica, el color blanco ha sido asociado en la cultura occidental a determinadas cualidades morales. A la racionalidad, a la honradez, a la pureza.

De nada sirvió que, en un momento dado, se descubriese que las estatuas que nosotros hemos conocido como si la carne se hubiera congelado en piedra, estuvieron, originalmente, pintadas. Y además, pintadas de unos colores absolutamente chillones y horteras (amarillos, rojos, azules, de acuerdo con los pigmentos que era fácil conseguir en la antigüedad). Se dio incluso el caso de que algunos arqueólogos del quinientos, para restituir a lo que ellos creían que era su pureza original a las hermosas figuras que desenterraban o, directamente, arrancaban de los edificios que aún se conservaban, las lavaban bien lavadas, hasta borrar cualquier rastro de policromía.

2 Roma-64

De modo que, quien se viste de blanco, lo mismo que quien se viste de negro, lo hace para lanzar un mensaje sobre su alma, y no es casualidad que, en este mundo en el que solo los idiotas no se fijan en las apariencias, el blanco y el negro a fuer de colores reputados por neutros y sobrios hayan pasado a ser lo que se considera el cúlmen de la elegancia.

Por lo mismo, porque el blanco representa unas cualidades morales de intelectuales que no están al alcance de cualquiera, el blanco tampoco es un color accesible, ni que se lleve demasiado por la calle, en situaciones normales, fuera de una fiesta ibicenca (si es que se puede considerar una fiesta ibicenca una situación normal). Es un color minoritario y, por lo mismo, puede ser visto con desconfianza, sobre todo cuando quien lo observa es una persona que raramente se viste de blanco, porque realiza un trabajo en el que el blanco está proscrito porque es un trabajo en el que es fácil ensuciarse.

Por lo mismo, las personas que se visten de blanco en situaciones normales, lo mismo que las que se visten de negro, que es un color en el que también la suciedad se nota muchísimo, son personas que quieren ubicarse a sí mismas en una clase social muy determinada. La de aquellos que, para trabajar (si es que trabajan) utilizan su cerebro. Y la mayoría de la gente sospecha (sospechamos) de la gente que utiliza demasiado el cerebro, porque nos da la sensación de que pueden aprovecharse de nosotros o bien que se pierden en problemas demasiado complicados que a nosotros, a los que el intelecto no nos alcanza para ir vestidos de otros colores, nos cuesta seguir y analizar.

A lo mejor por eso, nos decidimos por prendas que no pretendan anunciar a los cuatro vientos nuestra superioridad intelectual o moral, como por ejemplo, una camisa azul celeste, de las que llevan (llevamos) millones de oficinistas alrededor del mundo y que nos factura, casi de inmediato, a esa clase social que construyó las pirámides, levantó las catedrales o sabe la informática suficiente para mandar correos con el Outlook (o para escribir un blog) sin armarse un taco ni provocar un crack tonto en la bolsa de Wall Street.

Ayer, mientras veía la grabación de la rueda de prensa de la que, en las elecciones pasadas, ha sido la candidata de Los Verdes, Ulrike Lunacek, no podía evitar pensar que quizá, el vestirse de blanco, quizá no había sido la decisión más acertada. Aunque no quisiera, Ulrike Lunacek, en los programas de televisión en los que estaba flanqueada por hombres uniformados con corbata y traje (unos trajes, por cierto, en la mayoría de los casos de muy buen corte, porque hasta Strache ha aprendido, con los años, a vestirse de persona y no de bakala en una comunión de barrio pobre de Palermo) estaba diciendo que era una señora que había venido de Bruselas y que, aunque tuviera razón en las recetas que ofrecía, aunque la autoridad moral estuviera (como está) respaldando lo que decía, ella sería para el votante medio, para los representantes modernos de los que han construido las pirámides y esa señora que hablaba mucho y muy bien pero que, cuando se apagan las luces del plató se iría a su casa con su mujer a leer tranquilamente Minima Moralia de Teodoro Adorno mientras daba sorbitos a una taza de té de escaramujo cultivado biológicamente.

Los Verdes, todo el mundo lo sabe, no estarán en la próxima legislatura y, probablemente, estén en quiebra técnica y vayan a desaparecer. Y es una pena en mi opinión. Por muchas razones.

Primero, porque es evidente que, tradicionalmente, han sido y son los que plantean una serie de problemas que al resto de partidos les parecen cosas demasiado sofisticadas para que el votante medio, consumidor de ranchos ideológicos, las entienda.

También es una pena porque los verdes representaban esa especie de insensatez controlada sin la que es imposible cambiar el mundo y que antes de los trajes slim fit y de las cumbres de Davos era patrimonio de la izquierda, de esa izquierda que algún día pensó que por qué solo los hijos de los ricos tenían que poder ir al colegio, o que por qué había que trabajar catorce horas si el cuerpo humano podía trabajar ocho, o que por qué las mujeres tenían que trabajar estando embarazadas o los niños recoger carbón en las minas.

Hoy, todas estas cosas nos parecen naturales (en Europa, que en otras partes de la tierra ni se han enterado de que existen estos progresos) pero en cierto momento, hubo políticos que miraron a los que defendían estas cosas que hoy nos parecen tan evidentes como que el sol salga por el este cada mañana como si hubieran dicho insensateces que no cabían en cabeza humana.

Los Verdes eran el lujo que la democracia austriaca podía permitirse porque siempre está bien que haya alguien que se atreva a decir cosas como las que ellos decían, porque las insensateces son el territorio inexplorado del pensamiento y en los territorios inexplorados, ya se sabe, a veces se encuentran tonterías que no valen para nada, y a veces se hacen hallazgos que se nos hacen insustituibles. Con la desaparición de los verdes de la primera división de la política austriaca, la crisis económica que nos ha dejado a todos el corazón en los huesos ha llegado a Austria cuando menos la esperábamos. Va a costar muchos años que volvamos a aprender a soñar (aunque sean tonterías). Si es que volvemos a aprender.


Publicado

en

por

Etiquetas:

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.