Hable con él

La mujer de Albert Hoschnick se encontró en un aprieto inesperado ¿Quién le iba a decir a ella en qué terminaría la limpieza del 15 de Enero?

27 de Diciembre.- Albert Hoschnick estaba limpiando una ventana el día 15 de Enero. Hoschnick es un hombre bastante despistado, así que no se dio cuenta de la silla en la que estaba subido estaba bastante desvencijada.

Justo cuando más emocionado estaba cantando una canción de Andreas Gabalier, una de las patas de la silla hizo crack y Albert Hoschnick dio con sus huesos en el suelo de su vivienda de la Vogelsanggasse, con tan mala suerte que se hizo una buena brecha en la cabeza.

Le dio el tiempo justo para llamar a su mujer, Sieglinde y caerse redondo. Sieglinde, a su vez, llamó a la ambulancia, y la ambulancia transportó a Albert Hoschnick hasta el hospital general de Viena, en donde los médicos le anunciaron a su señora que, por tiempo indefinido, su marido estaría en coma y que no estaba en manos de la ciencia despertarle.

-Hable usted con él -le dijeron.

-¿Y qué le digo?

-Cosas que puedan servirle cuando se despierte.

Sieglinde, que sospechaba que lo que el doctor quería decirle era que su marido iba a quedarse asi por todo el resto de lo que le quedara de vida, se secó una lágrima con un clínex y luego dijo:

-Herr Doktor, ¿Usted cree que se va a acordar de algo?

Por toda respuesta, el médico se encogió de hombros, pero como Siegliende había sido siempre una mujer respetuosa de la ciencia y desde chiquitilla había contemplado sus arcanos con cierto temor supersticioso, se sobrepuso a la pena que le daba la pérdida de su marido (que ella consideraba irreparable) y todos los días peregrinaba al AKH,a la vera de la cama del enfermo, al objeto de contarle las pequeñeces de las que estaba hecha su vida.

Pronto, encontró Siegliende en esta ocupación diaria un placer singular, hasta el punto de que algunos días se le antojaba que no vivía como antes, un poco al azar de lo que los días le ofreciesen, sino que aposta afrontaba determinadas experiencias solo por el gusto de contarlas después.

Pasaron los meses, y el día 24 de Diciembre, mientras Sieglinde se encontraba explicándole que en el Bellaflora -famosa cadena de viveros- no se habían dignado a mirarla mientras compraba el árbol de navidad (operación que le exigió consumir sus reservas de valentía, porque la compra del árbol de navidad era un cometido del que, aguerrido, se encargaba Albert todos los años), el comatoso movió primero el dedo corazón de la mano derecha, después el meñique y más tarde movió la nariz, como si se le hubiera posado algún mosquito molesto, en un gesto característico que indicó a Sieglinde que su marido, tras muchos meses vagando por las tinieblas de un letargo sin sueños, había vuelto a la vida.

El pensamiento la llenó primero de alegría, aunque después se abrió paso a través de las entretelas de su alma una decepción parecida a la que nos asalta cuando nos arrebatan la posibilidad de hacer algo que nadie sospecha que nos resulta agradabilísimo.

A pesar de todo, procuró que no se transparentase esta sensación y, pensando quizá que los movimientos de su esposo se debían quizá a algún acto reflejo fruto de la medicación, llamó a la enfermera de guardia tratando de conservar la calma, porque tampoco quería pasar por una de esas mujeres que se emocionan cuando su marido comatoso da señales de vida desde el más allá.

La enfermera, que era una robusta lesbiana cuya larga experiencia sanitaria la había curado ya de cualquier espanto, no se dejó impresionar por lo que, después de todo, bien hubieran podido ser alucinaciones de aquella señora. Utilizando un tono de voz alto y claro y la pronunciación redonda con la que suele hablarse a los ancianos y a los niños cuya obediencia queremos asegurarnos, la enfermera llamó a Albert Hoschnick. El enfermo no reaccionó en un primer momento, pero la enfermera, sintiéndose como Jesucristo cuando despertó a Lázaro, lo volvió a llamar un par de veces más. Hasta que el enfermo, efectivamente, dio señales de querer comunicarse con el mundo.

La enfermera, que había visto algunos casos como aquel, no estaba sin embargo preparada para lo que Albert Hoscheck quería saber una vez recuperó el uso de la palabra.


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