Sebastian y los cambios de nivel

Un hombre de treinta y un años ha viajado esta semana para ver a dos mujeres, una de sesenta y uno y otra de sesenta y cuatro. Da que pensar.

17 de Enero.- Una de las cosas que se aprenden con la edad es que, en determinados momentos, no se pueden hacer trampas y que hay cosas que, o se tienen, o no se tienen y, por mucho que se quiera, no se pueden fingir.

La inteligencia, por ejemplo, es una de ellas. En realidad, una de esas cosas de las que nunca se tiene bastante.

Hay personas que suplen la falta de inteligencia con astucia (que parece lo mismo, pero no lo es). Estas personas lanzan cortinas de humo para que parezca que hay donde no hay más que vacío. Por poner un ejemplo que todo el mundo va a entender, Hitler no era ciertamente muy inteligente y, aunque era sumamente pérfido, no se puede negar que era bastante astuto. Su táctica para disimular su falta de inteligencia (o, por lo menos, de la inteligencia necesaria para un trabajo como el que él hacía) era desplegar una logorrea incesante, que empleaba en convencer a todo el mundo de que, contra toda evidencia, él era listísimo y todos los demás eran bobos. Trágicamente, lo consiguió durante un largo periodo de tiempo cosa que, si bien se mira, no deja en muy buen lugar a sus contemporáneos.

Otra cosa que no se puede fingir es la preparación académica o esa cosa que suele llamarse cultura. Los españoles y, en general, aquellos pueblos en donde la lectura no tiene demasiado predicamente, pensamos que la preparación previa para desempeñar cualquier tarea es algo secundario y que, en general, puede suplirse si el indivíduo es lo que se llama „echao p´alante“ y tiene algo de desparpajo (un poco a la hitleriana, aunque esté feo mentar la soga en casa del ahorcado).

Como no hay nada más atrevido que la ignorancia, los españoles incluso hemos inventado una palabra que condensa todo el desprecio que nos producen las personas que han estudiado. Se trata de „titulitis“. De los Pirineos para abajo hay muchas personas que piensan que, en realidad, los títulos académicos no valen ni siquiera el papel en el que están impresos (quizá también sea porque las universidades españolas gozan, digámoslo así, de una reputación acorde con la calidad de la enseñanza que proporcionan y porque, naturalmente, somos el país que ha hecho del enchufismo una forma de precipitarse a crisis periódicas que luego resolvemos con nacionalismos analfabetos y guerras civiles).

De modo que casi cualquiera estará dispuesto a porfiar con quien sea que, si alguien es capaz de realizar un trabajo (aunque sea de aquella manera) un título académico tendrá como él más utilidad como artículo de higiene íntima que como objeto que le permita acreditar la posesión de algunos conocimientos o, más importante, de la capacidad de adquirir rápidamente otros nuevos sobre la base de los antiguos, en el caso de que se presente la necesidad.

Esta semana, un joven de 31 años llamado Sebastian, cuyo grado académico más alto es el haber aprobado la prueba de acceso a la Universidad (en Austria estó da derecho a un trabajo de oficina de la escala más baja), sin experiencia laboral digna de ese nombre, aunque con una carrera televisiva considerablemente larga, ha estado en Londres, visitando a una señora bastante antipática llamada Theresa. Theresa cumplirá el próximo uno de octubre sesenta y dos años; estudió la Universidad de Oxford, durante doce años trabajó en el Banco de Inglaterra como consultora financiera y asesora en asuntos internacionales, y después se curtió en diversos puestos administrativos de importancia creciente, hasta que el año pasado alcanzó el puesto máximo en el escalafón (mis lectores se imaginan cuál).

Hoy, nuestro hombre ha visitado a otra mujer. Se llama Angela y el diecisiete de julio hará sesenta y cuatro años. Angela es doctora en física. Su tesis se titulaba «Influencia de la correlación espacial de la velocidad de reacción bimolecular de reacciones elementales en los medios densos» (soy consciente de que la mayoría, de este epígrafe, hemos entendido nada más que las preposiciones y los artículos) y, aunque no parece que tenga demasiado que ver con su trabajo actual, uno no puede evitar pensar que hay cosas, entrenamientos a los que uno somete al cerebro, aunque sea en etapas tempranas de la vida, que le marcan por el resto de la existencia.

Mientras leía en los periódicos y veía en la televisión las imágenes de Sebastian acompañado de las dos mujeres, no tenía más remedio que preguntarme de qué hablaban cuando las cámaras no estaban filmando. O, lo que es lo mismo, cuánto tenían que bajar el nivel Theresa y Angela para que Sebastian pudiera entenderlas. Y si no bajaban el nivel y dejaban los temas realmente importantes para quienes (sobre todo en el caso de Sebastian) entienden de esas cosas (que son complejas y que, como son complejas, son importantes) ¿Para qué, entonces, le pagamos a Sebastian? La cuestión, vista desde este punto de vista, resulta en mi opinión completamente escalofriante.

No hago más que pensarlo ¿De qué tratará el próximo vídeo de 360 around Vienna? ¿Cómo podré aprovechar mejor la realidad virtual para enseñarte lo mejor de Viena? El lunes que viene sale el próximo pero, mientras tanto, puedes disfrutar de este chulísimo inmersivo del Stephansdom. Con gafas o sin ellas (pero suscribiéndote y diciendo que te gusta, aquí)


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Comentarios

Una respuesta a «Sebastian y los cambios de nivel»

  1. Avatar de Jaime
    Jaime

    Hombre Paco, yo he conocido en mi pueblo a gente muy inteligente que no ha ido a la universidad (por las causas que fueren), y viceversa. Creo que más que por sus títulos (que no te digo que no tengan importancia), a la gente hay que medirla por sus actos.
    Ya sé que para ir a la universidad se presuponen una serie de condiciones que seguro facilitan la tarea a la que Sebastian se dedica ahora, pero el no ir, no significa que carezca de ellas. Y por nuestro bien, esperemos que posea.
    Sin acritud (como diría el inefable Felipe), te ha quedado un artículo un pelín clasista.

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