Ratoncitos blancos

Hoy hace exactamente veinte años que murió el que sin duda fue el ídolo pop más internacional que Austria dio en el siglo XX.

6 de Febrero.- Una de las cosas que se estudia en marketing en la Universdad es que elegir bien una marca es una cosa muy importante. Para demostrarlo, el catedrático hizo recuento de casos con los que él se había topado y de otros que eran famosos en el mundo entero. Por ejemplo: una leche gallega a la que sus productores decidieron llamar „Compresa“ (ellos, probablemente, tenían en mente „Compre Esa“, pero les salió mal); o el modelo de Opel que, en todo el mundo menos en México, se llamó Nova (en México „no va“, y por lo tanto motivo de juerga); o la Mercedes Vito, que se llama así, por cierto, porque se fabrica en Vitoria. Y se llama así en todas partes menos en Finlandia, ya que en ese país nórdico, Vito es esa parte del cuerpo de la mujer que al varón adulto le produce mayor impaciencia. Las risitas cundían también cuando el profesor revelaba que el coche que en España se llama Mitsubishi Montero, en todo el resto del mundo se llama Pajero (carcajada general). El chiste es un poco facilongo, pero sugiero a mis lectores que, si quieren quedar bien con su familia política austriaca y, sobre todo, si dicha familia política está aprendiendo español, lo cuenten, porque no solo tendrán las risas instantáneas, sino que también sus familiares podrán fardar delante de sus amigos de saber decir picardías en otro idioma.

Y fardarán más si, además, explican otro detalle sobre el que hoy, como cada seis de febrero, vuelven los medios austriacos. Y es que, señora, hoy hace exactamente veinte años que se mató, precisamente al volante de un Pajero (con perdón) el mito austriaco por excelencia después de Sissi: Johann Hölzel.

-¿Quién?

-Falco, hombre, Falco.

Por cierto, otra gran decisión de Marketing. Porque ¿Quién porras, por muy buenas que fueran las canciones, iba a comprar un disco de alguien que se llamara Hölzl? Pues eso. A lo largo de mi vida en Austria, Falco ha sido una aparición recurrente, como para cualquiera que viva aquí. Los de su quinta, o sea, los que andan por los sesenta o frisándolos, como el ingenioso hidalgo, tienen presente todavía al heroico Falco que convirtió la estética garrula (eso que aquí llaman „prolo“) en cultura de masas. En las últimas fotos, de hecho, Falco iba ya moreno de solarium, anticipando una propensión al autochamuscamiento que aquí tienen o han tenido esa gente que pasa los días en el andamio y las noches entre luces progresivas y músicas hipnóticas.

Los más jóvenes, o sea, los de mi edad, se acuerdan del Falco gordo, del Falco empapado en alcohol, del Falco de las muecas a lo Norma Desmond (producidas, en gran parte, por los opiáceos). Un poco como una especie de Michael Jackson centroeuropeo, que es lo que te sucede cuando te das cuenta de que la vida te está quedando más larga que la biografía.

En el momento de estampar su Pajero contra un autobús de Pa(sa)jero(s) en la República Dominicana (lugar en donde Falco había fijado su residencia, porque era barato y podía hacer más o menos lo que le saliera de la gomina) Falco estaba ya muy lejos de sus mejores tiempos. La marea del éxito se había retirado y a los cuarenta años era un hombre que vivía para olvidar su necesidad insaciable de amor y de aceptación.

Personas con las que he hablado y que le conocieron -alguno muy bien, de ser compañero de farra- decían que el Falco auténtico se parecía más a Johann Hölzl que a una estrella del pop. Que era un hombre gracioso, tímido, inteligente y melancólico, pero que tenía un instinto y era que, cuando una cámara se ponía a funcionar en sus cercanías, o había alguien a quien él consideraba un público potencial (y los artistas grandes, los de verdad, los que necesitan el aplauso como el toxicómano la papelina más cortada, conciben también el público de una sola persona) entonces, en esos momentos, Hölzl hacía mutis por el foro y aparecía Falco, el personaje, la máscara, el romano joven, la estrella mundial, el que le había quitado a Anton Karas el honor de ser el único austriaco que había conseguido poner una pica en el hit parade americano.

La primera vez que fui al Zentralfriedhof de Viena, hace ya muchos años, mi acompañante me llevó a ver la tumba de Falco (yo no sabía entonces muy bien quién era). Es impresionante de verdad. Digna de él. La lápida de piedra y una quilla de vidrio que corta el aire y en donde está grabada una imagen del muerto. No nos acercamos porque había una señora, en silla de ruedas, que le estaba dando indicaciones a una persona para que limpiase la lápida y colocara las flores.

-Fíjate, es la madre -me dijeron.

Falco nació en mi barrio, por cierto. En su casa natal hay un restaurante más vienés que las Käsekrainer. En verano, tiene una terraza en donde da gusto sentarse a la fresca. Por entre las macetas se ven correr, a veces, a delicados ratoncitos blancos. Quizá los tataranietos de aquellos con los que Falco jugó de niño.


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