Se masca la tensión

Dentro de cien años, los humanos del futuro volverán los ojos a nuestra época y lo fliparán. Lo fliparán todo.

24 de Febrero.- Desde el jueves pasado, en mi vida se ha abierto una ventana. Y por esa ventana entra luz, aire fresco y desde ella veo toda clase de cosas interesantes ¿Y por qué? Se preguntará el curioso lector. Pues es porque estoy sumergido feliz, ávidamente, en la obra del filósofo israelí Yuval Noah Harari.

Danubio

Harari (por cierto, qué feliz coincidencia) cumple hoy cuarenta y dos años. O sea, que somos de la misma edad (durante unos meses, por lo menos). Debimos de ir a la Universidad al mismo tiempo. Debimos enamorarnos por primera vez más o menos en la misma época. A principios de los noventa empezamos a abrir los ojos. Pasamos del Walkman al Discman, y del Discman al MP3 y del MP3 a YouTube o Spotify a la vez. Los dos somos personas inquietas (él incomparablemente más listo que yo, claro). Los dos hemos vivido, estamos viviendo, tratando de ser conscientes de ella, la revolución que lleva sacudiendo el mundo desde que empezamos los dos a ir a discotecas: la súbita, la fulminante, la imparable digitalización.

Leer a Harari es ver escritas muchas cosas que uno ha pensado antes, pero mejor dichas. Y eso es un placer muy grande, indescriptible. De hecho, es aquello por lo que leemos las personas que leemos: para que nuestra vida se ensanche, para vivir menos solos. El que lee, y encuentra en el escritor un alma hermana, puede consolarse pensando que, aunque nunca se llegue a encontrar con esa persona físicamente, por lo menos esa persona existe. Ya es algo.

Hielo

Uno de los conceptos claves que Harari maneja en su obra es el de cooperación, el otro es el de mitos.

Los seres humanos somos la única especie de simios y la única especie del planeta que ha conseguido construir mitos que nos ayudan a cooperar entre nosotros. En otras palabras: los seres humanos somos la única especie que conocemos hasta el momento que ha conseguido construir objetos que no existen en el mundo real, pero que, a diferencia de lo que sucede con otras especies animales, permiten que completos extraños sumen sus voluntades y las conduzcan a un objetivo determinado y común a veces en beneficio de la especie completa, a veces de una parte muy grande. Entre estos mitos que nos cobijan están el Espíritu Santo, está el Banco Central Europeo, o cualquiera de las naciones que, de manera convencional dividen, han dividido o dividirán con sus fronteras el mapa terrestre. Cosas todas que solo existen porque nosotros creemos en ellas y que desaparecen en cuanto nosotros dejamos de creer en ellas.

Caseta de pescadores

Esto, no es nuevo, claro. Lo llevamos haciendo desde más de quincemil años.

Lo que es nuevo y marca definitivamente nuestra época es que, desde que apareció internet, los seres humanos hemos dado un brutal salto cualitativo y hemos conseguido crear una clase de realidad que, a diferencia de lo que sucede con los mitos, es dinámica e interactiva. Un terreno de juego absolutamente separado del mundo físico, una extensión pública de nuestro pensamiento, por así decirlo, en el que pasan cosas. Y cosas muy importantes. Cosas sin las que la realidad física no se puede entender completamente. Los ejemplares más jóvenes de Homo Sapiens se han socializado con estas nuevas reglas. Pero los homo sapiens mayores, pongamos los de más de cuarenta y cinco años, corren el peligro de despreciar lo que sucede en internet, incluso hay alguno que quizá puede querer vivir sin internet. Cosa que ya es prácticamente imposible y le condena a uno irremisiblemente, a ser un anacronismo, como las pequeñas tribus marginales de cazadores-recolectores que vieron cómo se expandía la agricultura y no consiguieron adaptarse.

Viena 24022018-5

También están los homo sapiens mayores que, borrachos de lo que signfica internet y confundiendo la falta de esfuerzo físico o confiándose en el falso anonimato que conlleva la creación de contenidos, no se dan cuenta de que lo que se dice en internet es público y queda, lo mismo que tiene consecuencias si yo voy, me planto en mitad de la Kartnerstrasse (famosa vía de esta capital) y le meto un guantazo a la remanguillé al primer transeúnte.

Quien no las sabe aprende todas estas cosas en algunos casos dolorosamente. Por ejemplo, el vicecanciller Strache. Recordarán mis lectores que a raíz de un post de Facebook, cuya confección y publicación le costó al vicecanciller solamente un par de calorías. Con lo que no contaba el vicecanciller era con que lo que se publica en Facebook tiene consecuencias y Armin Wolf, el afectado por este post del vicecanciller (dos clicks apenas diez segundos para meter la pata hasta el corvejón) le puso una demanda al vicecanciller. Por difamación.

Desde entonces el vicecanciller, víctima de las tensiones entre la biología (o sea, lo que le pedía el cuerpo) y la nueva naturaleza digital de nuestra especie, se ha debatido tratando de conciliarlas y ha evolucionado desde la pretensión imposible de hacer pasar lo sucedido por una broma y a Armin Wolf por un aguafiestas, a darse cuenta de que una querella por difamación, aunque la difamación haya sucedido en el mundo digital, no es ninguna broma.

El juez que ha admitido a trámite la querella le ha obligado a pasar por el trago humillante de publicar en la dimensión digital de la realidad (o sea, en la cuenta correspondiente de Facebook) un anuncio de que la querella existe. Quizá sea esto lo que le haya convencido para, de acuerdo con el consejo de sus abogados, ofrecerle a Wolf una posibilidad que a él le proporcionaría una salida menos humillante que una condena judicial firme: una disculpa.

Caseta de pescadores

De momento, Wolf no se ha pronunciado.

(Por cierto, las fotos que ilustran este artículo las he hecho hoy, a la orilla del Danubio).


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