Marzo de 1938: terror y seducción (1)

Hace ochenta años, sucedió una historia en Austria con todos los ingredientes necesarios para que sea necesario volver a contarla.

Para Antonio Alemán, que me pidió una serie de posts sobre este tema.

5 de Marzo.- La historia que voy a empezar a contar hoy, a pesar de haber sucedido a principios del siglo pasado, tiene como columna vertebral un conjunto de problemas que no pueden resultarnos ajenos a las personas que vivimos en el siglo XX.

Más allá de todos los aspectos peculiares, asociados a una época determinada o a un estadio tecnológico, es una historia cuya columna vertebral es el problema de la identidad y, sobre todo, el problema que supone consolidar el frágil prestigio de la democracia.

La relación de los europeos con la democracia se parece demasiadas veces a esas relaciones amorosas en las que el amante se va conformando con aspectos cada vez más exiguos del alma del ser amado o como esas personas mayores que viven en una casa demasiado grande para ellos y que van cerrando poco a poco habitaciones hasta que un día terminan haciendo la vida en lo mínimo imprescindible para que un cuarto pueda considerarse una casa.

Así, cuando el frágil prestigio de la libertad y de la democracia se erosionan (como se erosionó implacablemente a principios del siglo pasado y se está erosionando implacablemente en nuestros días) se corre el peligro de que el daño se haga, en algún momento, irreparable, y que alguien decida por nosotros que la democracia, el poder del pueblo ejercido por el pueblo y para el pueblo, es en realidad un ideal irrealizable y que la fantasía del „hombre fuerte“ (o de la „mujer fuerte“) se adecúa más a las particularidades del comportamiento de la especie humana.

Cuando se cuenta la historia se tiende siempre a hacer la misma trampa: la de escribirla como si lo que sucedió no hubiera podido suceder de otra manera. Los seres humanos que protagonizan el relato que llenará estos días las páginas de Viena Directo no sabían, en aquel momento, lo que les iba a pasar al minuto siguiente Reaccionaron, inclinados hacia el mal o hacia el bien, de la manera que pudieron y supieron, y mi misión es hacer comprensible sus reacciones a mis lectores.

Ese es el objetivo último que me anima a escribir.

Una hoguera que se apaga, un fuego nuevo que se enciende

El preludio de nuestra historia empieza el último día de octubre de 1918.

Se utiliza esa fecha como final convencional de esa carnicería a la que, convencionalmente también, llamamos la primera guerra mundial. Se trata probablemente de una simplificación, porque si bien se puso fin, mal que bien, al conflicto principal, hubo brasas de esa hoguera que chisporrotearon peligrosamente hasta, por lo menos, principios de la década siguiente.

Ese día terminó también, casi de manera súbita, la existencia de una entidad política prácticamente milenaria y que ha pasado a la Historia con el nombre de Imperio Austro-Húngaro. Un Estado que, seríamos unos inconscientes si no nos diéramos cuenta, tenía muchos puntos en común con la Unión Europea.

Era plurinacional, era un estado pluricultural y era un estado en el que se hablaban muchas lenguas diferentes. El pegamento que había mantenido unida (cada vez menos unida, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XIX) esta amalgama de territorios y de personas las cuales, aunque abominaran de ella, se consideraban parte de una entidad supranacional más grande que ellos mismos y cuya existencia creían inagotable (aunque conspiraran, al mismo tiempo, contra dicha existencia), el pegamento, digo, había sido la autoridad ejercida por una familia real: los Habsburgo. Particularmente, el prestigio, algo vacío, del anciano emperador Francisco José.

A su muerte, el nuevo, Carlos, que había asumido una función para la que Dios no le había llamado, que era un hombre probablemente demasiado débil y sin gran astucia política, malbarató pronto en misas y en decisiones tácticas desastrosas la autoridad que le había sido legada. Terminó siendo un hombre disfrazado con una corona y un manto real. Un hombre que, como suele suceder en estos casos, terminó pensando que era Dios el que le había usado como instrumento para conducir a su pueblo a un destino desastroso, sin darse cuenta de que, en realidad, lo que sucedía era que él no había dado con las soluciones correctas a ese problema sin enunciado que, para todos nosotros, es la vida.

Cuando se acabó la primera guerra mundial, el Imperio se resquebrajó y terminó despedazándose.

De la noche a la mañana empezaron a aparecer nuevos estados cuyas fronteras se fueron fijando de manera trabajosa, no demasiado limpia, a veces sin gran atención por la lógica o por las necesidades de los habitantes de aquellos territorios. Y así, en el centro de Europa, surgió una entidad política cuyos límites, vistos con algo de imaginación, pueden compararse aproximadamente con la forma de una pipa. Era un trozo del mundo pequeño cuya población, de todas maneras, era bastante más inclinada a pensar que en otras partes de la tierra. Podría decirse que en aquella entidad la proporción de intelectuales por cada cien habitantes era bastante más alta que en otros lugares de ese trozo de roca aproximadamente esférica que gira sin propósito alrededor de una de las estrellas más mediocres de la Vía Lactea. Esos intelectuales se pusieron a pensar, casi inmediatamente, a propósito de la entidad política recién nacida y llegaron a una pregunta incómoda, sobre todo para las potencias vencedoras de la guerra reciente ¿Qué somos? No tardaron en encontrar una respuesta. Una respuesta que a mucha gente le pareció peligrosísima.


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