Marzo de 1938: terror y seducción (3)

Adolféitor“, un palurdo sin estudios de las cercanías de Linz, se convirtió en uno de los personajes fundamentales en la Historia moderna de su país.

Para leer la primera parte de esta historia hay que pinchar aquí, y para leer la segunda, aquí.

7 de Marzo.- Se abre el telón al segundo acto de nuestra historia.

Han pasado catorce años desde que los antiguos funcionarios de la Monarquía, reciclados en funcionarios de una precaria república (la primera austriaca) llamaron por teléfono a los antiguos funcionarios de otra monarquía (la alemana) reciclados en funcionarios de otra precaria república (la que pasaría a la Historia como la república de Weimar) para decirles que igual estaría bien hacer causa común y fundar un nuevo gigante centroeuropeo.

Naturalmente, las potencias vencedoras en la guerra mundial tuvieron miedo de que este nuevo país decidiera a corto plazo rearmarse e iniciar otra molesta contienda europea, así que en los tratados de paz subsiguientes, firmados en Versalles, aparte de jugar al Risk con el mapa de Europa, creando países donde antes no los había, prohibieron expresamente cualquier forma de unión entre Austria y Alemania.

Dos hombres y un destino

Han pasado catorce años de aquel noviembre de 1918 y Europa es muy otra de lo que era entonces. Es muy otra Alemania y es muy otra Austria. El aspecto más visible de ese cambio son dos hombres que han saltado al estrellato aprovechando el rio revuelto.

Por un lado, Adolf Hitler, un palurdo sin oficio ni beneficio (pero con mucha labia) nacido en las cercanías de Linz.

Por una serie de carambolas que hubieran sido muy difíciles de prever en 1918, cuando Hitler no era más que un chusquero del ejército prusiano comido por los piojos y el hambre, el austriaco se ha convertido en uno de los políticos más eficaces de la Historia. En 1932 está, de hecho, en uno de sus mejores momentos.

Por otro lado, en Italia, ha florecido un movimiento, el fascismo, que podría verse como la proyección del complejo de inferioridad de otro hombre, Benito Mussolini. Mussolini es un tipo al que le gusta imitar las poses de un forzudo del cine mudo (Maciste) y pasearse a caballo sin camiseta por las playas de Ostia (allí conoció a su amante más duradera, Clara Petacci).

Ambos, Mussolini y Hitler, como queda dicho, son personas sin gran instrucción (aunque Hitler siempre presumirá de culto, particularmente en el aspecto artístico). Pronto, sin embargo, encuentran a un grupo de „intelectuales“ que convierten sus barruntos, francamente primitivos, en sendas teorías sistemáticas. Del lado alemán, toda la barbarie racial pasada por un darwinismo cruel. Del lado italiano, una mirada a la romanidad con un componente masturbatorio obvio.

Por el medio, florecería también en esos años el fascismo español, que como nos ha pasado demasiadas veces en nuestra historia no era nada original, sino un Frankenstein de cosas de aquí y de allí, cocinadas con un poco de Reyes Católicos, el Quevedo menos subversivo y una pizca de Juan de Herrera.

¿Y en Austria? La primera república austriaca, como le pasó a la frágil república española, contemporánea suya, era una democracia sin demasiados demócratas dignos de ese nombre. En su forma política, por cierto, bastante parecida en ese momento a la República actual.

La cúspide del Estado la ocupaba un presidente y directamente por debajo de él había un canciller. En 1932 el canciller se llamaba Dollfuss, conocido por su baja estatura como „Milimetternich“ („jachondos mentales“ que eran los austriacos de la época).

Como le sucede a muchos hombres bajitos, Dollfuss compensaba los centímetros que no le había querido dar la madre naturaleza con una dosis generosa de autoritarismo, favorecido sin duda por un concepto de la religión católica que le emparentaba con ases de la tolerancia como nuestro Torquemada.

Coqueteando con la bestia

En todas las épocas, los políticos, lo mismo que los vendedores, son personas que se ocupan, sobre todo, de administrar los riesgos. Dollfuss era un hombre que, en mi opinión, era muy consciente de estar intentando domesticar fuerzas muy poderosas y, como le pasa a ese tipo de personas seguras de su suerte, estaba seguro de que lo conseguiría al final (pobre iluso).

Al principio de la década de los treinta los nazis habían empezado también a ser una fuerza muy poderosa en Austria. Orquestadas sus actuaciones y financiadas desde Alemania, las milicias nazis eran un grupo muy ruidoso y muy violento, a pesar de estar prohibidas. Precisamente una de las reivindicaciones de Alemania y una herramienta fortísima de presión sobre la paz de la frágil república austriaca era esa: la exigencia de la legalización del nazismo y no solo de la legalización, sino la exigencia de que los nazis participaran en el Gobierno.

Al fin, los nazis austriacos consiguieron poder presentarse a las elecciones de 1932 y consiguieron ser la fuerza más votada. No obtuvieron la mayoría absoluta, sin embargo, y pasaron a la oposición.

Desde ella, demostraron que no se andaban con chiquitas y se lanzaron a una estrategia que pasaba por crear una espiral de tensión basada en actos terroristas (una parecida a la que utilizó la organización terrorista ETA durante los años más sangrientos de la Transición española).

En 1933, el canciller Dollfuss creyó que la mejor manera de neutralizar en lo posible el peligro nazi era mimetizarse en lo posible con el monstruo (¿No era la democracia una idea pasada de moda? ¿No había conducido Hitler a Alemania a un milagro económico que la había colocado de nuevo en el mapa de las decisiones internacionales?). Dollfuss pensó que él podía ser el hombre fuerte de una Austria fascista (y católica, y olé), así que se remangó y, de una tacada, disolvió el Parlamento y puestos a cepillarse cosas, prohibió el Partido Comunista, el Partido Nazi (para que no hubiera agravios comparativos) y la poderosa milicia paramilitar socialdemócrata, el Schutzbund. Pensó (craso error) que sería mejor instaurar en Austria un régimen fascista más parecido al italiano que al alemán, así pues, decidió prohibir la lucha de clases y organizó la economía por gremios y, como haría más tarde Franco, declaró que el catolicismo era la religión del Estado (Dollfuss era considerablemente beato, como ya queda dicho). Cuando terminó, se volvió a colocar los gemelos en los puñitos de la camisita y dijo:

-Qué bueno es el hijo de mi madre: acabo de inventar el austrofascismo.

Con esto, pensaba haber puesto un poco de freno a las ambiciones nazis de merendarse Austria. Se equivocaba. Y pagó el error muy caro.


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