Preciosa

El lector verá que este post, como la vida, empieza de una manera y termina de una manera muy distinta.

17 de Marzo.- Viena. Estación Central de Ferrocarril. Siete y cuarenta y cuatro minutos de la mañana. Estado de la mar: llana.

El bloguero se ha bajado del tren que le transporta cada día desde su residencia habitual, en las afueras, hasta la almendra central de la capital de Austria.

Como siempre, el bloguero va escuchando música y piensa en posibles temas con los que rellenar artículos de Viena Directo.

Como en el bloguero las preocupaciones digamos metafísicas no son incompatibles por un decidido gusto por la cultura popular, en el momento en que se desarrolla la acción va escuchando „Para hacer bien el amor hay que venir al sur“ de la imponente Raffaella Carrá.

Para añadir una nota exquisita, dirá que va escuchando esta copla no en la versión española, sino en la italiana, en donde la Carrá canta que es muy bonito „il fornitsio“ de Trieste p´a bajo (o sea „comme é bello far l´amore da Trieste in giu“).

Quizá por que se ha levantado italianizante, el bloguero se acuerda de cuando el otoño pasado (un otoño hermoso, de mucho calor) estuvo en Roma y visitó (en sesión golfa) los museos vaticanos (que gran consejo de los amigos suyos que tienen la suerte de vivir en la ciudad que es como las pilas Duracell, que no se gasta nunca).

Recordando esta visita se acuerda de una cosa que leyó a propósito de un filósofo -Adorno, creo que era- que dejó escrito que los nuevos medios de difusión del arte (nuevos para Adorno, claro,las fotos, el cine) le quitarían un poco de salsa al disfrute de la obra artística.

Piensa el bloguero que Adorno -si es que era Adorno- debía de tener razón porque por propia experiencia sabe que ver las obras de arte en vivo y en directo -en los museos vaticanos, por ejemplo- en general da un poco de decepción.

Como cuando uno se encuentra a un famoso por la calle y descubre que, a pesar de lo que parece por la tele, el famoso es pequeño, o tiene el pelo graso, o en persona tiene granos o se tira pedos. Cuando uno ve los cuadros famosos en los museos es inevitable quedarse un poco plof. Principalmente porque en foto todos los cuadros son más bonitos (ya nos encargamos los fotógrafos). O también porque uno está tan acostumbrado a verlos, que a uno le chafan la sorpresa. Si uno quiere disfrutar de verdad, uno tiene que hacer el esfuerzo de olvidarse qe ha visto millones de fotos de Dios, hecho un atlético barbudo, tocándole la punta (del dedo índice de la mano) a un Adán que aún no había descubierto el pudor y que por lo mismo enseña un pito de infante.

A far l’amore commincia tu, canta Raffaella y mientras pasa por la panadería Felber (Der Felber backt selber) piensa el bloguero si a los españoles no nos pasará lo mismo con las palabras tan bonitas que tenemos y que, a fuerza de haber nacido con ellas, perdemos la sorpresa y nos parecen normales. Qué buen tema.

Un post de palabras bonitas en español. El bloguero se acuerda de su sobrina y piensa en una palabra bonita „preciosa“. La paladea. „Pre-cio-sa“. Preciosa, literalmente, que tiene precio. O mejor, que lo tiene tan alto que es insustituible. Su sobrina para él, es preciosa, insustituible.

O argucia. O especia. O limón. O beneficio. O intriga. O líquido. O guiri. O amigo. Tantas. Uno dice líquido y la ele en la lengua le trae a la memoria un vaso de la casera de limón que su abuela María tenía siempre en la nevera en verano. Ese liquido refrescante de cuando uno es niño, que se bebe como si fuera el agua última que quedase en la tierra.

El bloguero pasa la puerta automática que separa la estación del pasillo que conduce al metro y, como siempre, le da una ráfaga de aire frío y desagradable que viene del tranvía.

En esto se da cuenta de que el río de gente del que él forma parte se parte en dos limpiamente al llegar a un lugar determinado, frente al estanco. Hay tres personas, obviamente pobres. Dos hombres y una mujer (la mujer no se diferencia gran cosa de los hombres). Uno de los dos hombres muestra un folio doblado en ocho partes con una evidente cara de apuro. La gente les rehúye sin mirarles, creyendo que están pidiendo dinero, pero el bloguero se acerca intuyendo que necesitan otra cosa. Uno de los hombres y la mujer muestran el aspecto típicamente embrutecido de la gente que vive en la calle. La mirada huidiza, el rostro inexpresivo. El tercer hombre, sin embargo, es diferente y se nota. Hay en él una evidente sensibilidad, una inteligencia natural. El bloguero se quita los auriculares. El otro hombre se lo come con los ojos. Le señala una dirección que va impresa en el papel. Es la de una casa de Cáritas, en Josefstädterstrasse. El bloguero pregunta ¿Inglés? ¿Francés? Rumano.

Como el bloguero tiene el rumano un poco oxidado, lo deja correr ¿Alemán? Nos apañaremos con el alemán. Por señas, les indica el plano de metro que está pegado en la pared del Mc Donald´s y sobre él, con el dedo, les muestra el camino. Los tres rumanos huelen a hoguera, a pallets quemados, a no haberse duchado en días. Huelen a no haber comido. A estar pasando mucha necesidad. Quién sabe qué senderos habrán recorrido hasta llegar a ese encuentro. El bloguero piensa que se han ganado el lujo de que les traten con amabilidad, y por señas les pide que le acompañen. Al fin y al cabo lleva el mismo camino que ellos. El del metro. El bloguero no está seguro de que le hayan entendido pero trata de sonar tranquilizador. La gente le mira, extrañada de que los caminos del bloguero, del hombre que hasta hace tres minutos estaba perdido en los museos vaticanos, se hayan juntado con los de tres rumanos que huelen a pobreza y a miseria.

Como siempre en estos casos, el bloguero pasa. De manera olímpica, además. Los tres rumanos y él suben al metro y, llegados a Karlsplatz, les indica, para escándalo de sus compañeros de vagón (de los ricos) que se tienen que bajar para buscar la línea verde. No les puede ayudar más.

El rumano inteligente y amable le da las gracias (en rumano) y se despide con un gesto que al bloguero se le antoja noble. Y el bloguero se enfada un poco, porque piensa que la pobreza, si es algo, es un gran desperdicio de talento. Cuánto hubiera podido dar de sí, de bueno al mundo, si el rumano hubiera tenido condiciones mejores. Oportunidad de estudiar, por ejemplo.

Se da cuenta entonces de que una de las palabras que más le gustan en español es justicia. Qué lástima que se use tan poco.


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