El timo más grande jamás contado (y 3)

Ay…Si hubiera sido verdad, igual el reggaetón hubiera tenido otra letra: „Quiero más Fillekina, dame más Fillekiiiiina“. Pero no.

24 de Abril.- Inmediatamente después de la guerra civil Serrano Súñer era el hombre más poderoso del franquismo. Franco, que tenía la virtud de conocer sus propios límites, sabía que había cosas, sobre todo de fontanería legal, para las que no daba más de sí. Además era tremendamente desconfiado (por propia experiencia sabía de lo que el ser humano es capaz) y solo confiaba en su familia. De modo que, ante la urgencia de encontrar en su parentela alguien que le sacara las castañas del fuego, había encontrado a Serrano Súñer el cual era su cuñado (estaba casado con la hermana de su mujer, Cármen Polo). La cuñada de Franco, por cierto, se llamaba Zita, y quizá sea este diminutivo otro guiño austro-húngaro de esta historia (la mujer del último emperador se llamaba así también). En realidad, Zita Polo se llamaba Ramona. De Ramona, Ramoncita, y de Ramoncita pues eso.

Así pues, cuando Filek, como decíamos en el capítulo anterior, consiguió interesar a Serrano cantó línea, cantó bingo y saltó la banca de la mesa de bacarrá.

Ahora bien: si Franco, dentro de su modestia intelectual, conocía sus límites, Serrano no es que no los conociera, es que, conociéndolos, pasaba de ellos totalmente. Vamos: que si Serrano Súñer entraba en la catedral de Burgos, él y su ego no dejaban sitio a nadie más.

De manera que cuando nuestro austriaco se puso delante, el superministro no debió de prestarle excesiva atención al obvio hecho de que él de química no entendía nada, por lo cual no estaba en condiciones de saber si era un científico que merecía el premio nóbel o un vendeburras de la peor calaña. Adoptando una actitud muy española, esto es, la de pensar que, a pesar de todo, él siempre caía de pie, en cuando Von Fillek salió por la puerta de su despacho, Serrano Súñer cogió el coche oficial y, muy atildadito como él solía, se dirigió a casa de su cuñado, o sea, al Palacio de El Pardo, para contarle a Franco que él solito, el hijo de su madre y marido de Ramona, había dado con un personaje que podía solucionarles la vida. Serrano le contó a Franco lo de la gasolina hecha a base de agua, jugos vegetales y unos ingredientes secretísimos en donde, naturalmente, estaba la madre del cordero.

Franco, como Fillek había previsto (o quizá no) picó. El dictador español se tragó el anzuelo y, conforme a su costumbre (la misma que, en los años sesenta, le llevó a dar crédito a la existencia de un milagroso motor de agua) empezó a hacer castillos en el aire:

-!Cuando yo le cuente esto a Adolfo! -debió de decir Franco y se imaginó a las potencias del eje, para las que él era el pariente pobre, mendigándole unos cuantos miles de litros de „Fillekina“, las arcas del Estado llenas de divisas (y las cuentas corrientes del saneado patrimonio que había empezado a construir a través de testaferros con ellas).

Franco y Serrano empezaron a tomar medidas para que el austriaco tuviera todo tipo de facilidades al objeto de llevar a cabo su intento.

Se publicaron leyes especiales en el Boletín Oficial del Estado, se le subvencionó la construcción de una fábrica a la orilla amena del Río Jarama, la prensa se llenó de artículos en los que la Fillekina era la salvación de la enorme carestía que sufría el país, ayuno de los recursos internacionales que Hitler se estaba gastando en construir el Reich de los mil años que le duraría apenas cuatro.

Algunas voces, sobre todo de personas que habían leido algún otro libro, trataron de advertir a Franco de que el austriaco era más falso que un billete de seis euros con cincuenta, pero Franco, embalado, no quiso creerles:

-Muchas personas aseguran que von Fillek es un fraude -aseguran que dijo- pero yo creo más a mi chófer. Le echó Fillekina al coche y asegura que alcanzó noventa kilómetros por hora.

(Von Fillek naturalmente había untado al conductor de Franco).

Por hacer corto un cuento largo, al final se descubrió la superchería. El austriaco pasó seis meses en la cárcel (aunque naturalmente no estaba acusado de haber engañado a Franco, porque Franco, al ser según la propaganda oficial infalible, también era inengañable).

Se echó tierra sobre el asunto y al final, nuestro austriaco que, entretanto, se había decidido por una de sus mujeres (también era polígamo), fue expulsado de España y murió en Hamburgo en 1952.


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