El Jurado de los Soles del Sur

Los Soles del Sur están de vuelta en Viena con El Jurado, de Luis Felipe Blasco. Una obra que sirve no solo para entretenerse, sino para aprender sobre la naturaleza humana.

15 de Junio.- A finales de los cincuenta del siglo pasado Reginald Rose era un joven dramaturgo que escribía guiones para programas dramáticos de la CBS, lo cual, aunque la tele no tenía el ritmo y la velocidad que tienen hoy en día, exigía de todas formas ser muy bueno en el oficio.

Una tele, entonces, tenía una pantalla del tamaño de la que pueda tener un ordenador de sobremesa de hoy. El sonido, por supuesto, era mucho peor y la definición una cuarta parte (menos de las famosas seiscientas veinticinco líneas). Asimismo, la tele era entonces un género menor, por lo cual los presupuestos eran muy limitados. Así pues, los escritores de programas dramáticos de entonces, grupo del cual Reginald Rose formaba parte, estaban todo el santo día dándole vueltas a la pelota en busca de, fundamentalmente, dos cosas: a) situaciones potentes y b) que se pudieran expresar con la máxima economía de medios que se pudiera. O sea, a ser posible en un solo decorado.

Fue en estas condiciones en las que Reginald Rose ganó el premio gordo con el que sueña cualquier autor teatral. En un rapto de inspiración escribió para televisión Twelve Angry Men, que en español se llamó Doce Hombres sin Piedad. Fue un bombazo tal que, naturalmente, la primitiva obra de televisión, incluso con parte del reparto original, se convirtió en un peliculón dirigido por Sidney Lumet, en el que Henry Fonda hacía el papel más goloso arropado por un reparto de solidísimos secundarios.

En España se recuerda todavía la segunda adaptación a televisión. Un Estudio 1 con un reparto de los que se ven una vez cada cien años. Solo citar los nombres resulta impresionante. Jesús Puente, José Bódalo, Manolito Aleixandre, Ismael Merlo, Sancho Gracia, Luis Prendes…Así hasta 12.

Reginald Rose no volvió a escribir nada con el mismo impacto, pero tampoco le hizo falta porque le había salido una obra prácticamente perfecta. Perfecta como mecanismo teatral -casi me atrevo a decir como problema matemático elegantísimamente resuelto– y perfecta como reflejo de su tiempo.

Basándose en este material y sorteando todos los riesgos, los evidentes y los menos evidentes, el dramaturgo español Luis Felipe Blasco (Algeciras, 1977) escribió El Jurado, que los Soles del Sur han estrenado hoy.

El marco es el mismo de doce hombres sin piedad, pero transferido a la España de hoy en día y a un juicio por corrupción. Nueve personajes, representativos de la sociedad española de los años posteriores a la crisis del 2008, se reúnen en una habitación cerrada para decidir la culpabilidad o la inocencia de un político acusado de cohecho.

Bien: lo que podríamos llamar el „formato Reginald Rose“ es como cuando de pequeños nos subíamos al tobogán del parque.

O sea: tiene dos momentos críticos: el principio y el final, y por lo tanto exige dos cosas: a) el principio: que el público se decida a tirarse por el tobogán que se le ofrece y „compre“ la situación, lo cual pasa porque tenga la sensación de que el acusado, siempre ausente, está en peligro y b) la coda final. O sea, ese momento en el que saltábamos del tobogán con el corazón en la garganta, lo cual en nuestro caso quiere decir ese momento en el que hemos seguido la acción con interés -y se sigue con interés, de verdad- pero, como público, pedimos un gag final que sea la guinda del pastel y termine de redondear el conjunto.

Luego, estaría una tercera exigencia, quizá no imprescindible, que es que cada personaje tenga su momento. En este caso, nueve momentos. Y que esos momentos estén dosificados a lo largo de la trama y representen otros tantos momentos álgidos.

Comparando Doce Hombres y El Jurado se puede decir que el tercer punto está muy bien resuelto en los dos casos. Cada personaje tiene su momento que ayuda al público a „enganchar“ con él, sin exceptuar, naturalmente, al personaje que sirve de hilo conductor de la acción, que es el que, en el cine, hacía Henry Fonda.

Por lo demás, en la obra de Reginald Rose el final es ligeramente más flojete que el resto de la trama. En otras palabras Rose no sabe saltar del tobogán o salta un poco de aquella manera, cosa que sí que hace muy bien Luis Felipe Blasco. De manera impecable.

En cuanto a la situación de partida, aunque Luis Felipe Blasco la resuelve muy hábilmente, camuflando las costuras de una manera muy eficaz, uno tiene la sensación de que tiene que estar luchando constantemente para revertir un cierto problema de base y es este: nadie consigue tenerle simpatía a un político. Es triste, pero para nosotros, ciudadanos, ningún político es inocente. Aunque se demuestre lo contrario. Y demostrar lo contrario o, por lo menos, que no se note mucho la reticencia, es un reto, que el dramaturgo salva con éxito pero algo justito. Al final consigue que el público, nosotros, llegue a pensar que un político podría ser inocente y que ir a la cárcel, para un político, puede ser una catástrofe como para el resto de nosotros. Que quizá sí, no digo que no. Pero, como decía Humphrey Bogart en Casablanca, „ha pasado ya mucha agua bajo el puente“ para que eso nos importe. O para que eso nos importe tanto.

A pesar de esto, el texto se sigue con muchísimo interés y uno toma partido por los personajes al mismo ritmo que el dramaturgo (y la muy solvente dirección) se lo van sugiriendo. Lo cual da testimonio de la calidad del texto, por un lado, y de la calidad de la dirección por el otro. El público se divierte muchísimo y uno tiene la sensación de que, de una manera rica, bastante irónica en muchos casos y nada maniquea, Luis Felipe Blasco plantea una especie de panopticum de las opiniones políticas de los españoles de su tiempo. Haciéndonos que nos asomemos a ciertos abismos que las tertulias de televisión insisten en que no veamos. Con la habilidad, por cierto, de no ofrecer ninguna solución (o no hacerlo de manera explícita, por lo menos, cosa que el espectador agradece muchísimo).

En cuanto a la puesta en escena y la interpretación, los que hoy hemos estado en el estreno hemos podido asistir a un espectáculo muy agradable y muy fluido. Además, durante gran parte del segundo acto principalmente, hemos sido testigos de ese momento mágico en el que los actores dejan de ser los actores y pasan a ser los personajes. Ha habido un largo momento, casi todo el segundo acto ya digo, en el que se notaba y se notaba mucho, que los actores estaban disfrutando una barbaridad con lo que estaban haciendo, que estaban en la acción, en ese estado de flujo que permite salir y entrar a voluntad del personaje y dominar e improvisar sin perder en ningún momento credibilidad. Por lo demás, el paso del tiempo ha estado estupendamente marcado y los apartes, resueltos también de una manera muy elegante a nivel de dirección y a nivel de interpretación. Mención especial merecen las luces y, en general, la calidad técnica del montaje, muy mejoradas respecto a otros anteriores.

En general, dos horas en las que se pasa muy bien, y en donde un aprende divirtiéndose, que es la mejor manera de aprender.


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