Después de morirse, mejorando así mucho la vida en el planeta, Hitler les hizo a sus paisanos un favor que no le podrán agradecer bastante.
2 de Julio.- En sus últimos días, el dictador austriaco (nacionalizado alemán) Adolf Hitler era una sombra de sí mismo. Una ruina. Un pingajo.
Diferentes bebedizos y pócimas de su matasanos favorito, el doctor Morell, le habían mantenido durante toda la guerra en una especie de trance que alternaba periodos de apatía con periodos de euforia. A esto se le unían unos hábitos alimenticios que no hubieran tenido nada que envidiar a los de su paisana, la loca de la emperatriz Elisabeth, y un Parkinson galopante que hizo que, en sus últimas apariciones públicas se le viera sujetándose la mano derecha, sobre la que ya apenas tenía control.
Una de las consecuencias del intenso bombardeo químico al que su cerebro estuvo sometido fue quizá que se exagerase cierta tendencia a la paranoia y a la depresión que siempre habían estado presentes en el carácter de Hitler, de manera que, cuando se dio cuenta de que todo estaba perdido y decidió suicidarse, le empezara a entrar un miedo tan loco como todo lo que estaba relacionado con él, al pensar en lo que pasaría con sus restos mortales y los de su mujer, Eva Braun. Por este motivo dio instrucciones taxativas de que, cuando se produjese su fallecimiento y, con él, una considerable mejora de las condiciones de vida del planeta, lo que quedara de él fuera destruido por completo.
No tuvo en cuenta, claro, que lo de deshacerse de un muerto no era tan fácil en el Berlín de abril de 1945. En cualquier caso, se puede decir que los encargados de destruir lo que quedó de Hitler, hicieron lo que pudieron, de manera que cuando los aliados entraron por fin el en bunker de Berlín encontraron nada más que cachitos medio chamuscados y difícilmente identificables. Los trozos de hueso que quedaron del dictador se llevaron a Moscú y allí duermen, en el archivo de la KGB, un prosaico sueño de cajas de cartón. De vez en cuando, algún equipo de televisión consigue permiso para grabar y la Humanidad puede ver un parietal que hay que créer que era de Hitler, porque lo mismo se puede tratar de un parietal de Pepito Pérez (o, mejor dicho, de Pepperl Schmidt).
El hecho de que no quede de Hitler ningún rastro material es algo que el posterior estado alemán no está en condiciones de agradecerle bastante, porque les permitió empezar práctcamente desde cero y hacer como si Hitler no hubiera existido nunca. En Austria sabemos que el proceso de desnazificación fue más chapucero y quedaron algunas reliquias del nazismo que en Alemania no hubieran podido permitirse. Todavía colea el pleito a propósito de la casa natal del tito Adolfo, que lleva sin resolverse por lo menos por lo menos desde que yo estoy viviendo aquí y va para quince años.
El final de Franco, el dictador español, no tuvo nada que ver con el de Hitler, salvo en el tema del Parkinson, ni tampoco el proceso que conllevó pasar de un régimen dictatorial a la democracia actual. De hecho, si se mira la cuestión con algo de detenimiento, los españoles hicimos una cosa bastante inédita, no solo en nuestro país, en donde lo de matarnos los unos a los otros es una tradición bastante siniestra que hemos venido practicando, con cierta frecuenciam desde finales del siglo equis uve tres palitos, sino también en Europa.
Esto ha ocasionado que la transición haya sido estudiada por otras naciones que se han visto en el brete de tener que pasar de regímenes malvados como era el nuestro a democracias más o menos liberales. Como la cosa fue bastante improvisada (un defecto también muy celtíbero, aunque menos grave que lo de matarnos, dónde va a parar) el proceso de la transición nos salió un poco de aquella manera. Se hizo lo que se pudo. Yo soy de la opinión de que, los que ahora protestan, lo hacen como los que son contrarios a las vacunas, o sea desde la tranquilidad que da estar vacunado.
Una de las cosas para las que no encontramos solución y para las que no hay aún soluciones potables disponibles es el qué hacer con los restos de Franco y, sobre todo, con el horroroso monumento que Franco se construyó, como si fuera un faraón. Un sitio que tira a siniestro, por la construcción en sí y por lo que significa.
Es un pleito viejo, como el de la casa natal de Hitler y, a pesar de los últimos indicios, que apuntan a que Franco será desalojado de su hipogeo y colocado en un lugar más modesto, uno no acaba de creerse que el Valle famoso vaya a terminar convertido en lo que debería ser : en un museo como, pongamos por caso, el campo de trabajo de Mauthausen, en las cercanías de Linz.
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