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Los lotófagos

jóvenesHay una clase de emigrante de la que creo que aún no he hablado en el blog ¿Eres tú uno de ellos ?

4 de Julio.- Cuando yo era chico, si una tienda determinada quería ser moderna le adjuntaba a su nombre la cifra 2000. El cambio de siglo parecía entonces una cosa lejanísima, envuelta en las brumas de esa limpieza y elegancia de la mejor ciencia ficción. Pues bien : ya hay gente, nacida en el dosmil, que es mayor de edad.

Últimamente, a mi alrededor, la gente habla mucho del envejecimiento, de lo que supone envejecer, y de qué hay que hacer para envejecer bien y conservarse no ya hermoso por fuera, sino en forma por dentro.

Podría pensarse que andando yo como la rosa de Peñaflor, por los cuarenta, esta preocupación podría tratarse de algo generacional. Sin embargo, lo que me ha sorprendido es que, en este verano del dieciocho, mucha gente más joven que yo ha tenido en mis cercanías conversaciones sobre este tema. Digo yo que igual es porque la sensación de fin de época a la que llevamos unos meses enfrentándonos lo propicia.

Tirando del hilo, me he dado cuenta de que hay una clase de emigrante de la que creo que hasta ahora no he hablado en el blog.

Justo al principio de La Odisea, Ulises y sus alegres muchachos sobreviven a una tormenta que impide que lleguen a la isla de Ítaca cuando ya la tenían a la vista. Cuando las aguas se calman, Ulises (fecundo en recursos, le dice Homero) manda a una embajada para ver quiénes eran los indígenas de las tierras a las que les ha mandado la mala leche de Poseidón.

Los embajadores se encuentran con unos hombres que les invitan a un banquete. Entre otras exquisiteces, los indígenas los cuales debían de tener un punto jipi, invitan a los marineros de Ulises a comer flores de loto. Las flores de loto estaban ricas, pero tenían un peligroso efecto secundario : los que las comían se olvidaban de su pasado y, como perdían la memoria, perdían también las ganas de volver a casa. Alarmados por la falta de noticias, Ulises desembarca con otro par de marineros y se topa con sus compañeros, los cuales, más puestos que diyéi ibicenco, le dicen que a ellos lo de volver a Ítaca ni falta que les importa. Ulises, horrorizado (y uno piensa, por qué no, que también escandalizado, porque Ulises es, de los héroes griegos, el más beato, y no le debían de gustar mucho aquellos jolgorios), pone pies en polvorosa y se marcha de la isla, para no caer en la misma traición.

Hay una clase de emigrante, en mi opinión, que son como los lotófagos de Homero. Aunque ellos dicen que se vienen a vivir a Austria por un motivo decoroso y confesable, pongamos por trabajo, pongamos porque en no encuentran oportunidades, o porque se aburren, o porque quieren ver mundo, en realidad se vienen para no mirarse en el espejo de su alrededor y verse envejecer. Un efecto de vivir en el extranjero es el de quitarle peso a las cosas, el de hacerse la ilusión de que no hay raíces, ni pasado, ni memoria, ni edad, ni etapas de la vida.

Son muy fáciles de identificar, porque siempre van con gente mucho más joven que ellos. Son esas personas que se pegan a los grupos de Erasmus, que siempre están en la última fiesta, que cierran el último bar. Vivir en el extranjero les permite olvidarse de que cada vez se van haciendo más mayores, de que cada vez tienen menos raíces. Las caras de los jóvenes que tienen a su alrededor van cambiando y ellos viven con la ilusión de que son jóvenes, eternamente jóvenes. Eternamente anclados en un dosmil que no acaba de llegar nunca.

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