Una persona me ha escrito preguntándome una cosa que no me atrevo a contestar. Suplico a mis lectores que me ayuden, que ellos son más listos que muá.
6 de Julio.- Quizá sea por la influencia católica a la que hemos estado sometidos, pero una de las cosas que, culturalmente, nos distinguen a los españoles es que sufrir tiene muy buena prensa entre nosotros.
Lo pensaba al hilo de un correo que me envió estos días atrás una persona cuya identidad, como siempre, cubriremos con el velo piadoso del anonimato. Es difícil explicar lo que me preguntaba, porque tampoco era una pregunta. El correo estaba entre la constatación de una realidad y el desahogo.
Me decía que una de las cosas que no podía soportar de los austriacos es lo despegados que son para ciertas cosas. Esta persona, que tiene ya, por loque yo creo una cierta edad, me decía que lleva viviendo en Austria ya un tiempo largo y que está casada y tiene hijos con su pareja aborígen. Los hijos ya tienen edad para dedicarse a lo que los jóvenes tienen por pasatiempo favorito, esto es, darles dolores de cabeza a los padres a base de enfrentarse a problemas como fallos en la calidad del caucho en los adminículos anticonceptivos de barrera, conducción bajo los efectos del alcohol, selfies arriesgados que pueden resultar en una mala caída y desnucamiento…En fin : todas estas cosas.
Mi corresponsal, muy espaöola, está viviendo esta adolescencia de sus hijos en un ay. Lo que no ve con sus propios ojos, lo rellena de sobra con su imaginación, supongo que porque determinadas circunstancias hacen saltar en ella el mecanismo que nos han implantado a todos desde pequeños.
Aclaro que, a pesar de que mi corresponsal sea mujer, yo mismo he notado en mí esta tendencia a convertir cualquier asunto cotidiano en las pinturas negras de Goya o en un novelón de Blasco Ibañez. O sea, que si un español queda con alguien y ese alguien se retrasa (o no llega) hay muchas probabilidades de que ese espaöol piense que la persona a la que tenía que ver se ha visto implicado en un choque de trenes en cadena, o ha sucumbido a los efectos de un virus tropical ultrarrápido que le ha dejado hecho una raspa, o que tú querías que te dejara de querer y lo has conseguido.
Volviendo a mi corresponsal, a esta mujer le mortifica mucho que, mientras ella está mascando paöuelos, y se pasa las noches sabatinas de claro en claro y los domingos de turbio en turbio a cuenta de las morrocotudas resacas de sus vástagos, su pareja austriaca está tan pichi la mayor parte del tiempo. Mi corresponsal no sabe si esto se debe a) a un fatalismo que los aborígenes llevan, como dice una tía mía « en los genitales » y que les lleva a pensar que tenga que ser lo que tenga que ser o bien b) a que dichos genitales tienen un tamaño superior al normal y sano de nuestra especie, o sea, lo que cualquier madre espaöola diría que es tener los huevos de dos yemas o c) que su pareja aborígen, lo cual ya sería el colmo de los colmos, es un mutilado emocional a quien le da igual ocho que ochocientos.
Yo tengo que confesar que, cuando me escriben estos mensajes, la verdad es que no sé qué contestar (porque si digo que es verdad, que los austriacos son unas personas a las que todo les da igual, malo, porque saldrá alguien que, agarrando el rábano por las hojas dirá que si soy un racista, que si soy un « austrófbobo » ; si digo que ella debería ir al psiquiatra para que le recomendase una buena medicación que acabe con sus sufrimientos, habrá algún imbécil de la bancada contraria que me diga que si soy un traidor a la patria).
Así pues, y a riesgo de que me entren moscas por tener la boca abierta, dejo el juicio y los consejos en manos de mis lectores, que para eso son muchísimo más listos que yo.
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