De pelo en pecho

Hay momentos en la vida en los que un hombre de pelo en pecho debe pararse a reflexionar. Como yo hoy.

13 de Agosto.- Un momento bastante importante de la vida de un hombre es ese verano en el que ese hombre (pongamos que yo) se quita la camiseta y se da cuenta de que, aparte de estar fofisano, le han encanecido los pelos del pecho (pongo por ejemplo los del pecho, porque otros vellos corporales igual quedan ordinarios, y esto debe ser para todos los públicos).

Es un momento un poco Gil de Biedma (en mi caso con menos alcoholes), o sea, cuando a uno le encanecen los vellos superfluos se da cuenta de que « la vida iba en serio ».

Para mí ha empezado el momento de planear cómo quiero ser de mayor (si llego, porque otra de las cosas que uno aprende cuando le encanecen los pelos del pecho es que en esta vida no hay nada seguro y un día vas con la bici, se te enreda el cordon del zapato en la cadena, te hostias –con perdón- y se acabó Viena Directo de la manera más abrupta).

Para las personas que vivimos en un país distinto de aquel en el que nuestra madre nos parió, la cosa se vuelve bastante importante porque hay determinadas problemáticas específicas que no se pueden pasar por alto. Una de ellas es que, por motivos obvios, tenemos más probabilidad de enfrentarnos a una gran rémora, que es la soledad.

Cuando uno se va haciendo viejo, tiende a aislarse (y no hace falta llegar a los setenta para que le pase eso a uno).

Uno tiende a aislarse porque también tiende a ser menos tolerante. Se empieza con evitar a los conocidos pelmas/plastas/tonto-modorros y se termina por encontrar solaz y placer en hacer solo las cosas que a uno le apetecen. Así pues, para envejecer con dignidad y, sobre todo, en contacto con la vida, hay que aguantar a críos llorones, a amigos pesados, a personas pretenciosas o cargantes, con ideas políticas opuestas a las nuestras, hay que aguantar también esa especie de fobia que la sociedad moderna observa hacia la gente que tiene más de cuarenta aöos, y que no es otra cosa que el reflejo de esa necesidad de cambiar de móvil anualmente ; hay que evitar la tentación de pensar que los jóvenes son imbéciles (los pobres es que tienen una discapacidad : la de haber nacido demasiado tarde) y sobre todo hay que dejar que la gente con menos experiencia se equivoque.

Todo esto está muy bien, pero sobre todo hay que seguir encontrando juguetes con los que divertirse. Jugar es muy importante, y no solo para los críos. En mi caso, mi juguete favorito es Viena Directo. Lo pensaba ayer, mientras grababa la voz del siguiente Documentos Viena Directo, que colgaré el sábado. Jugar, encontrar juguetes nuevos, o seguir encontrándole usos creativos a los antiguos es una manera de seguir aprendiendo, de no perder la curiosidad. La misma curiosidad que, en cierto modo, es en cimiento de la vida en Austria de todos los emigrantes. No parar de jugar, es no parar de sorprenderse (la capacidad de sorprenderse es una de las claves más sustanciosas y gratificantes de la juventud y conservar esa llama viva es la que nos permite también envejecer) y no parar de jugar es también refrescar esa lección vital que consiste en ser conscientes de que, en esta vida, unas veces se gana y otras se aprende, y que ninguna experiencia hay que echarla en saco roto.


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