En la galería Westlicht, de esta bonita capital, se han pagado 144.000 euros por un trozo de cartulina, lleno sin embargo de enseñanzas provechosas.
26 de Noviembre.- Como mis lectores ya saben que yo soy un poco friki (bueno, un mucho) no me da pudor contar lo que voy a contar ahora.
Cada vez me pasa más que me encuentro con paisanos míos a los que les veo « cara antigua ». Es difícil de explicar, pero lo intentaré. Cada vez me pasa más que, mirando fotos, por ejemplo de la guerra civil, me doy cuenta de que los que salen en las imágenes tienen caras « modernas » y, al revés, no me cuesta nada imaginarme a personas con las que me encuentro vestidas como entonces. No sé si me explico.
Tengo que aclarar que la ilusión funciona mejor con los hombres que con las mujeres porque, a lo largo de la Historia, las mujeres se han presentado pocas veces con su aspecto « real » o sea, con la cara lavada (no en vano, en alemán, al maquillaje se le llama « Maske », o sea, máscara) pero a los hombres basta cambiarles el traje o la camiseta para poder ubicarles en el periodo de la Historia que a uno le parezca.
Mi amigo Fernando, responsable de la parte técnica de este blog, tiene por ejemplo una cara de estas ; y no hay que tener mucha imaginación para ver a mi amigo Luis Tercero –entre los historiadores, famoso en el mundo entero- en un cuadro del siglo XVII.
Hoy he leido en El País –cuya calidad, por cierto, ha mejorado considerablemente desde que tiene una nueva directora, Soledad Gallegos- que en la galería Westlicht de Viena, especializada en fotografía, se ha subastado este viernes pasado una copia de época de una de las fotografías más caras de la Historia. Se trata de Muerte de Miliciano, o « el soldado caído » del fotógrafo húngaro (nacido en austro-hungría, o sea, medio paisano) de Robert Capa.
La fotografía muestra el momento en el que un miliciano anarquista es alcanzado por un tiro y muerto en el paraje de Cerro Murriano, en las cercanías de Córdoba y es uno de los iconos de la guerra civil española, sobre todo porque, cuando se publicó a mediados de los treinta en el semanario francés Vue, puede ser que la foto fuera lo más parecido que las personas de entonces hubieran visto a una muerte en directo.
Para alguien del siglo XXI que ha visto derribarse rascacielos o ejecuciones o la barbarie de los campos de concentración nazis o a pobres criaturas ensangrentadas por los alambres de espinos (las famosas tirolinas, que tienen nombre como de atracción del Prater, pero que deberían hundirnos en el oprobio) o pobres gentes ahogadas en pateras -cada día!Cada día ! Se mueren decenas de personas así- ; para gente que vive, como nosotros vivimos, anestesiada sabiendo que a las familias que se les niegan las solicitudes de asilo se les saca de su casa en plena noche para montarlos en aviones (no lo he contado aquí, pero ha pasado en Austria, en Tirol : la semana pasada el Sr. canciller despachó el caso de una mujer embarazada y con críos de corta edad que había tenido que ser hospitalizada diciendo que era un incidente aislado, cuando no es así), para nosotros, digo, que hemos asumido todas las ventajas del progreso sin que se nos caiga el alma de vergüenza, la foto de Robert Capa ha perdido una cierta parte de su fuerza, pero en aquel momento, en la inocencia visual de aquel mometo, el miliciano de Robert Capa era lo más cerca que mucha gente había estado de ver la muerte de un ser humano.
Si uno se fija bien en la foto, puede ver que el miliciano, escuchimizado y renegrido, cervantino, indudablemente celtíbero, tenía un parecido al torero Manolete, lo cual es también decir que, como Almodóvar observó tan agudamente, se parecía un montón a Rosario Flores (esa nariz de quilla de barco) y si se parecía a Rosario, o a Manolete, uno se lo podía imaginar sin mucho esfuerzo repartiendo bombonas de butano, o afilando cuchillos por las calles, o se lo podía imaginar hoy en una oficina, vendiendo pisos.
La foto de Robert Capa, en realidad como todos los objetos que, desde más cerca o desde más lejos, se rozan con la Historia, nos enseña que vivamos en Austria, o en Laponia o en Madagascar, todos los protagonistas de las cosas que pasaron, están pasando y pasarán son personas como nosotros, seres a los que les debemos respeto, por cuya dignidad y bienestar estamos obligados a velar por un imperativo ético, aunque no nos toquen nada, aunque solo sea porque, en cualquier momento, a nosotros nos puede tocar el ser protagonistas de un desperfecto histórico. Y a nadie le gusta verse reducido solamente a una instantánea.
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