La experiencia austriaca demuestra que los avances y los cambios tienen un precio. En España, ayer, empezamos a pagarlo. Un mapa de la situación.
3 de Diciembre.- Siempre resulta muy sorprendente la atención que los medios austriacos dedican a España. Un poner : a nadie en este país le interesa la composición de los parlamentos regionales de Suecia o de Macedonia, pero la entrada en el parlamento autonómico andaluz (región del sur de España) de un partido de ultraderecha ha suscitado el suficiente interés para que los medios austriacos se preocupen del suceso (en este caso, del luctuoso suceso).
Desde hace algo más de una década vivo en un país gobernado por la ultraderecha (en diferentes intensidades, desde los primeros balbuceos hasta ahora, que forman parte del Gobierno nacional) y, a pesar de que la austriaca y la española tienen cada una su propio carácter, supongo que el sustrato electoral sobre el que se asientan es el mismo. Y sin conocer ese sustrato, no se va avanzar en la solución del problema, lo cual es tanto como decir preservar la estabilidad del mundo.
En estos casos, suele ser fácil caer en la tentación de despachar a los votantes de la ultraderecha con los tópicos al uso, del mismo modo que los alumnos que siguen sin problemas las lecciones del profesor tienden a ver con condescendencia a sus compañeros de pupitre menos dotados.
En Austria, durante casi una década, se veía así a esa amalgama que tenía sus límites en las simas más oscuras y pantanosas del neonazismo por un lado y, por otro, en una serie de personalidades más o menos sin oficio ni beneficio y, por lo tanto, con todo que ganar a base de pico de oro (por enmedio, lo que a cada lector se le ocurra).
A la vista de la Historia, sobra decir que la condescendencia no sirvió para detener el avance de este problema. Porque, repito, es un problema.
Es cierto que, como sucede en España, el cuerpo de votantes de la ultraderecha austriaca estaba compuesto por lo que, en lenguaje taurino, suele llamarse los desechos de tienta de la sociedad. Un grupo muy heterogéneo de personas que, si tienen algo en común es que no entienden a dónde va el mundo y ellos con él, generalmente porque no cuentan con los instrumentos intelectuales necesarios para asimilar una realidad en constante evolución (por ejemplo, tecnolóigcamente hablando). Aunque no solo.
Y es que hay una cosa que tiende a olvidarse y es que la ultraderecha, lo que antiguamente se llamaba con un nombre muy descriptivo y sumamente gráfico « la reacción », es en realidad un efecto secundario (indeseable) de la modernidad.
Sin modernidad, no hay ultraderecha, porque la ultraderecha la componen y alimentan todos aquellos que no se pueden adaptar a los cambios que, necesariamente, suceden en el mundo. Últimamente a un ritmo muy rápido.
Como el alumno menos dotado, el ultraderechista se niega a aprender (porque no quiere o porque no puede) y, ante la evidencia innegable de la complejidad del mundo que nace ante sus ojos, se deja rodar por la pendiente de no tener que decidir, de asumir que los cambios no se han producido.
(Por ejemplo : cuando los técnicos de la Casa Blanca le pusieron delante de las narices a Donald Trump un informe sobre el cambio climático, su elaborada e inspiradísima respuesta fue « I don´t believe it », no me lo creo ; y como no me lo creo, pues no ha pasado).
Al final, naturalmente, esta concepción del funcionamiento de las cosas, como la Historia ha demostrado, está condenada al fracaso. Se mire por donde se mire. Y es que ir así por el mundo niega el fundamento básico (valga la redundancia) de nuestro éxito como especie : o sea, que el mundo cambia y que, por narices, hay que adaptarse a esos cambios si uno quiere sobrevivir.
No es casualidad que la ultraderecha tienda a anclarse en sistemas de creencias que, aunque estén superados, ofrezcan una imagen relativamente simple del mundo. Por ejemplo, la religión o el nacionalismo.
La religión ofrece una batería de valores fáciles de seguir. Son siglos de pulir un mensaje que hasta el más corto pueda entender (con perdón, aunque también hay personas religiosas muy inteligentes). Un sistema en el que cada uno adquiere seguridad de que está haciendo lo correcto a través del cumplimiento de un acuerdo de mínimos (los diez mandamientos, por ejemplo).
El nacionalismo es, en la mayoría de los casos, un instrumento para compensar la autoestima. Cuando uno es consciente de que el mundo evoluciona y se torna más complejo cada vez, cuando uno se da cuenta de que a uno no le da el intelecto para seguir esa complejidad, cuando uno se da cuenta de que en el mundo pasan cosas y que uno está fuera de esas cosas, es inevitable que aparezca cierta desazonante inseguridad. Hay que compensarla de algún modo, lo mismo que esos tímidos cuentan constantemente chistes y hablan sin parar para intentar vencer el miedo escénico.
El nacionalista compensa su inseguridad inventándose, en palabras de un conspícuo pensador del fascismo español, « una unidad de destino en lo universal »
La solución al problema, si es que existe, es muy complicada, y la experiencia austriaca lo demuestra, porque el mundo, pese a todo, no va a pararse solo para complacer a estas personas y probablemente haya cada vez más gente que se sienta excluida de los cambios que se aceleran de día en día (por ejemplo, porque la robotización destruya sus puestos de trabajo), personas que echen de menos un mundo sin tensiones que nunca existió (más que nada porque sus abuelos y sus padres les servían de pantalla y no las veían).
Otra cosa que la experiencia demuestra es que escribir textos como este sirve en realidad de bastante poco. Los votantes de la ultraderecha o bien no leen o bien leen solamente cosas que dicen lo que ellos quieren escuchar o bien no saben interpretar lo que leen o lo interpretan defectuosamente. Si por accidente cae algo dentro del filtro, lo echan todo al cajón de las Feik Nius, y en paz.
Una paz escalofriante. Pero quizá el único género de paz que es posible en este mundo. Paciencia.
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