Corazón latino (de hielo)

Bienvenidos a la realidad: es hora de hacer autocrítica y de romper los estereotipos. Los españoles (y los latinos) podemos ser y somos más fríos que témpanos.

Para J.O.

13 de Marzo.- Una de las cosas que, indefectiblemente, les pasan a las personas que tienen un determinado problema (pongamos, por ejemplo, el mudarse a un país que no hablan suyo en el que hablan raro y comen Schnitzels) es que, aunque no quieran, se vuelven más o menos egoístas.

Los seres humanos somos así: cuando nos duele algo, ya nos pueden decir que bueno, que hay gente que tiene problemas más graves, que a nosotros nos chupa un pie, porque a nadie más le duele lo que nos duele a nosotros.

Cuando un extranjero (pongamos que un español, pero me sirve igual un argentino o un guatemalteco) llega a esta bonita república, de pronto se da cuenta (o le parece darse cuenta) de que no le hacen mucho caso y, aunque es una sensación a todas luces engañosa, en las simas de su desesperación a ese extranjero le da por pensar que, si se muriese en mitad de la calle, lo más que harían los aborígenes sería darle un par de patadas al cadáver a fin de que no estorbase la industriosidad natural de los habitantes de estas tierras. A esto, muchos extranjeros residentes o visitantes en Austria le llaman „ser frío“ en frases de la forma:

-Los austriacos son muy fríos.

Esta frialdad percibida -que, por supuesto, no es tal- se debe en gran parte a la ignorancia de los códigos locales. En particular, el del idioma. Pero también otros.

Como digo, esta frialdad percibida tiene como consecuencia que el extranjero (no sé los guatemaltecos o los argentinos pero sí, definitivamente, los españoles) tiende a idealizar lo que dejó detrás. O sea, España, en este caso.

Como escribió Pedro Abad, en el Poema del Mío Cid, „llorando de los ojos“ el extranjero se lanza a ponderar lo cariñoso que es todo el mundo en España, o lo que se ríe la gente por la calle, o la facilidad que tiene todo el gentío para saberse canciones de Camela o, si es más mayor, coplas de las Grecas (Te Estoy Amando Locamenti) o del Camilo que comparte apellido con Felipe, el rey nuestro señor.

Naturalmente, cuando uno se pone las gafas de color de rosa para ver el propio país, malo (si uno se pasa, acaba votando a ese partido chungo que ha salido nuevo por ahí, al verde). Así pues, cuando algún español me viene a mí con esas, lloroso y tal, no dudo en asestarle una buena colleja y decirle:

-Tú, es que no has sido nunca extranjero en España, no sabes de lo que estás hablando.

Y es que los españoles, en contra de lo que nosotros pensamos de nosotros mismos, podemos ser muy fríos y despiadados. Sin saberlo, sin maldad. Pero que lo somos, no hay duda de que lo somos.

Me estaba ayer tomando un café con un amigo, cuando salió esta conversación. Empezamos a pensar en formas de crueldad que los españoles ejercemos con los extranjeros (aparte, claro, la de votar al partido este verde del que hablaba más arriba) y una de ellas, quizá la „más peor“ de todas, es lo que yo llamo el „Aversi“, que es una cosa que a los austriacos les descoloca muchísimo.

El Aversi „mardito“ se manifiesta cuando pongamos que un austriaco decide asentarse a vivir en nuestro suelo, ya sea por el sol o por el consabido aguante sexual sobrehumano que tenemos los celtíberos y que es conocido y apreciado en el mundo entero (!Gracias, Antonio Banderas!).

Pongamos que este austriaco se encuentra un día con un grupo de personas españolas con las que se toma unas cañas (en lenguaje aborígen „una servesa pequeño“). El alcohol hace su efecto, hasta llegar al grado de la exaltación de la amistad o, simplemente, de ese punto que le da a todos los borrachos de querer mucho a todo el mundo. Un español o varios le dirán al austriaco:

-Jo, tío, qué buen rollo. Qué bien nos lo estamos pasando. A ver si nos vemos más.

Y luego, cuando se despidan, le dirá:

-Oye, que a ver si quedamos.

Un español, que ha crecido en la cultura española, dará poca o ninguna importancia a estos afectuosos votos, que serán, en un ochenta por ciento de los casos, muestras de elemental cortesía. Para el español, adiestrado desde la adolescencia en esta forma de la hipocresía con fines sociales, solo significarán „he pasado un rato agradable“ o „bueno, ya está bien de joroña y de joroña !Hala! Vámonos a casa“ (se estará despidiendo con educación).

Sin embargo, el austriaco, lo interpretará literalmente. O sea, „A ver si nos vemos“ para él o para ellla significarán „Hans -o Helga- coge tu agenda, repasa todas las páginas con mucho cuidadito una por una, cambia si es necesario la cita con el callista y mira a ver si tienes tiempo en el próximo mes, para tomar un café o ir a la bolera o lo que sea con esta persona“. O sea: para los austriacos no existe ese „tal vez asista“ que todos ponemos por quedar bien en los eventos de Facebook cuando nos importa un pimiento ir o no ir.

(Por favor, que empiecen a sonar aquí los violines de la madrugada).

Y así sucederá que el austriaco esperará en vano (ahora, él, „llorando de los ojos“) la llamada de ese español tan guay del Paraguay -con perdón de los paraguayos- que le había jurado una amistad sólida como el acero que se hace en Linz.

Y es aquí donde este escritor invita a sus lectores a que hagan una reflexión ¿Qué es mejor, el sistema austriaco de decir siempre la verdad o no decir nada -o sea, qué bien lo hemos pasado, pero si no me puedes salvar del próximo apocalipsis zombi no me llames- o lo que algunos llaman superficialidad española?


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