Un euro cincuenta

En el ADN de ciertos grupos políticos está el manejo de la conversación pública para sus fines. Hoy, un caso práctico.

29 de Marzo.- En los años previos a la revolución soviética empezó a gestarse un proceso que tiene mucho que ver con los tiempos que vivimos actualmente. El cine, que había nacido como un juguete de feria muy poco tiempo antes, ya se había convertido en el pasatiempo por excelencia de las masas obreras. A la altura de mediados de la década de los veinte, apenas diez años después de la revolución de octubre, un grupo de indivíduos geniales, que se influían los unos a los otros, a veces sin saberlo, descubrieron la vanguardia soviética y la adaptaron para sus fines. Los políticos que desempeñarían un papel más tarde (un horrile papel) Hitler y Mussolini, llegaron a desempeñar ese papel porque descubrieron que la cámara tenía un don mágico: el de convertir a un destripaterrones (el Duce) y a un tipo perfectamente vulgar y poco culto (el Führer) en semidioses.

Hasta entonces, los poderosos de la tierra, las testas coronadas principalmente, habían hecho del cine un uso desdeñoso y más bien cutre. Si uno compara las imágenes asmáticas de los reyes con los frenéticos montajes soviéticos o la escenografía fascista, uno se da cuenta de que en los segundos hay comprensión de la técnica y una intuición diabólica para detectar que la imagen en movimiento, convenientemente procesada, no pasaba por el filtro del intelecto. Había nacido la forma de propaganda más potente que el mundo había conocido hasta entonces.

Hoy, cien años después, nos encontramos exactamente en el mismo punto. Hay un grupo de indivíduos tan geniales pero tan malvados como los de entonces, que han descubierto una forma de propaganda ante la que incluso el cerebro mejor entrenado está indefenso: la conversación global en internet: una prodigiosa tormenta hecha de sentimentalismo y tripas en la que la razón tiene poco que hacer. Como en el siglo XX, quien maneja la conversación, maneja la realidad.

No es casual que los partidos tradicionales, como los reyes de principios del siglo XX, que vivían, de facto, en el siglo XIX, hayan hecho hasta ahora un uso bastante inconsciente de internet, y no es casual que la nueva ultraderecha (el FPÖ en Austria o Vox en España) se dejen mazagáticamente la piel en el pellejo para estar presentes en las redes sociales. Las redes sociales son, en el siglo XXI lo que era el cine en el siglo XX, un pasatiempo que es gratuito, inmensamente adictivo porque se aprovecha de los puntos débiles de nuestra psicología, principalmente dirigido a las masas proletarias y, sobre todo, que marca una fractura generacional clarísima entre los llamados nativos digitales y el resto.

En estos días, en Austria, estamos viviendo un ejemplo de libro de cómo la ultraderecha maneja los tiempos en la comunicación.

La cosa es tan vieja como la propia estrategia propagandística: consiste en tomar una realidad marginal, totalmente carente de importancia en terminos objetivos y, a base de introducirla en ese multiplicador que son las redes sociales, convertirla en el centro del debate político.

En Austria, la vida de los solicitantes de asilo, mientras se resuelve su situación (que a veces tarda meses en resolverse) es bastante penosa. Oficialmente, los solicitantes de asilo tienen todas sus necesidades cubiertas, o sea, tienen cama y comida y gozan de una cantidad de dinero en efectivo que linda con la miseria y que a veces no llega ni para cubrir cosas tan mínimas como los billetes de transporte público cuando tienen que ir al médico.

A todo esto se une el insoportable aburrimiento de no tener permiso para trabajar. Las largas jornadas se hacen insoportables para personas que, en su mayoría, están en lo mejor de su vida.

Desde que el número de refugiados en Austria aumentó, el Gobierno hizo tímidos intentos para paliar esta situación. Uno de esos medios fue que, en determinadas circunstancias, y a solicitud de las autoridades, los demandantes de asilo podían realizar trabajos en beneficio de la comunidad (por ejemplo, arreglar jardines o vigilar los pasos de cebra cerca de los colegios). Como utilizar este tipo de mano de obra quedaba a la elección de los municipios, también estaba el pago por estos servicios. Solo una minoría de refugiados se acogió a esta opción y los sueldos por hora que reciben estas personas van desde vales de comida o de ropa en tiendas locales a salarios en dinero que difícilmente pueden llamarse así.

En cualquier caso, los demandantes de asilo que han utilizado esta opción están contentos -es humano: se sienten útiles- y los municipios tienen un dolor de cabeza menos, porque estas personas, mientras están haciendo estos pequeños servicios comunitarios se integran y, por supuesto, no están haciendo otras cosas peores.

Pues bien: la parte ultraderechista del Gobierno (empezando por el Ministro del Interior, de quien parece que partió la idea) y continuando con la Ministra de Asuntos Sociales, declararon ante los medios que era inadmisible lo que cobraba esta gente por esto y que había que limitar su sueldo a un euro cincuenta la hora.

Las reacciones ante una medida tan radical han hecho que la ultraderecha se asegurase un buen trozo de espacio en el debate público y, asimismo, que su punto de vista (que, en mi opinión, es infligirle una humillación absolutamente inútil y gratuita a un grupo de personas que ya bastante tiene con lo que tiene) refuerce su imagen ante su auténtico público objetivo.

Por cierto, que esta pretensión de rebajar el salario por hora a un máximo de miseria ha provocado las primeras tensiones dentro de la coalición que nos gobierna, al haberse rebelado muchos alcaldes del Partido Popular austriaco ante la pretensión del Gobierno al considerarla como „un problema marginal“.

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