Windsor

StaatsoperDe un fuego a otro fuego. De una catedral a un rascacielos. De París a Madrid y de Madrid, a Viena.

16 de Abril.- A veces la vida es curiosa. Di que ayer, cuando vi en las noticias el fuego de la catedral de Notre Dame, estaba yo escribiendo precisamente a propósito de un incendio. Naturalmente no el de París, sino el del Edificio Windsor, en Madrid.

Por supuestísimo, como ya saben los lectores de este blog, aquí en VD la actualidad manda y, dentro de la actualidad la más candente –nunca mejor dicho- asi pues, hoy cuento lo que iba a contar ayer.

A principios de la década de los noventa del siglo pasado yo era un muchacho que acababa de terminar la carrera con unas notas que, sin ser geniales, no estaban mal. Quizá esto, y mi dominio del inglés –el cual, sin falsa modestia, ha sido siempre mayor que el de mis contemporáneos- hizo que me llamara una empresa de auditoría muy famosa entonces que tenía su sede en el edificio Windsor –ni la consultora ni el edificio existen ya, una por un tema del choriceo que la obligó a cambiar de nombre y el otro por el incendio que lo arrasó en 2005-.

En aquella época el Windsor era un monumento al estilo retro, todo dorados, paneles de madera y superficies de terciopelo verde ana (Botella). Se suponía que, en aquel lugar y aquella época –correoso mandato de Jose María Aznar, neoliberalismo a la española on fire– a mí, como estudiante de lo que había estudiado, ser autorizado a entrar en el Windsor me tenía que poner como una moto. Pero lo cierto es que, cuando mis padres me dejaron a la entrada y un ascensor me llevó al piso veinte, a mí me entró ese mal cuerpo que te entra cuando sabes que estás en un sitio en el que no tenías que estar.

Las primeras entrevistas fueron muy bien. Dinámicas de grupo, FPs de contabilidad, trajes de confección hechos de material sintético, chicas de clase media con todo su joyero encima, grandes mesas de salas de reuniones sin ventanas. Siempre había presente una persona taciturna que nos observaba y tomaba notas mientras acordábamos lo que nos llevaríamos a un refugio para salvarnos de un apocalipsis nuclear (era, no sé ahora, un ejercicio de moda en ocasiones como aquella). Poco a poco, fuimos siendo cada vez menos y, finalmente, se nos reunió un día a los aspirantes restantes (unos treinta nerviosos recién titulados) para indicarnos que habíamos sido elegidos para la gloria auditora.

Nos atendió un hombre que llevaba escrito en la cara que era más malo que un cólico nefrítico. Respondía al prototipo de aquel tiempo –de hecho, iba vestido como un funcionario de grado medio del Gobierno Aznar, pongamos un subsecretario, y llevaba el pelo prematuramente cano cortado a cepillo-. En resumen : un ofidio.

El tipo, muy serio, nos dejó sentarnos y, tras felicitarnos por haber sido elegidos para trabajar en aquella empresa que estaba a escasos meses de tener que cambiar de nombre por un sonoro escándalo de corrupción, nos puso las cartas boca arriba. Sin paños calientes. Fue una cosa así :

-Aquí van a trabajar ustedes catorce horas diarias, sábados y domingos incluidos; también van a cobrar sueldos que quizá estén bastante por debajo del precio de mercado –todos sabíamos economía suficiente para reconocer a un tipo que sabía cuál era el precio de mercado de los esclavos cuando nos lo topábamos.

Él siguió:

-Esto no es para cualquiera, ya les aviso, pero si aguantan aquí un año o dos, conseguirán que, cuando salgan, las empresas compitan por contratarles y ganarán mucho más que el precio de mercado. Consideren este trabajo como una inversion.

Luego, hizo una pausa y, como quien dice « quien quiera puede abrir esa ventana y tirarse, que solo estamos en el piso veinte », añadió :

-Por cierto, no están permitidas las relaciones sexuales entre los empleados.

Recuerdo perfectamente que miré a mi alrededor, esperando que alguien reaccionase ante aquel discurso, pronunciado en un tono tan sobrado, tan petulante, tan chulesco e incluso cortante, que a mí me pareció totalmente inaudito (!Cómo se atrevía aquel tipo a decirnos con quién nos estaba permitido mantener relaciones sexuales ! ¿Qué se había creido ?) pero lo cierto es que, ante mi sorpresa, nadie se movió. Los celtíberos tenemos fama de ser muy viscerales pero allí nadie dijo esta boca es mía y todo el mundo pensó por lo visto en la promesa de felicidad neoliberal (más falsa que un euro de madera, no hacía falta ser muy listo) que aquel señor nos estaba haciendo.

Luego, nos pidieron que pasáramos a firmar.

En aquel momento, yo tuve la certeza de que, por mucho que me esforzara, y por mucho que mi nivel de inglés me ayudara, nunca encajaría en aquel ambiente. Naturalmente, porque no tenía lo que hay que tener (para acabar en la prisión de Soto del Real, por supuesto).

Así que, en cuanto pude, me escabullí sin hacer demasiado ruido. No me he arrepentido nunca.

Y esto, se preguntarán mis lectores ¿Qué tiene que ver con Austria ? Pues mañana lo vemos.


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