Ayer hablábamos de una experiencia mía que no llegó a ser laboral. Hoy contamos por qué.
17 de Abril.- Ayer hablábamos del edificio Windsor, y de cierta experiencia mía que, por fortuna, no llegó a ser una experiencia laboral. Me vino a la memoria por esto: recordarán mis lectores que hace unos días les contaba yo que la Escuela de Ballet de la Ópera de Viena había estallado un escándalo por los malos tratos que, supuestamente, se infligía a los alumnos. Que si gorda, que si vago, que si te araño para enseñarte lo que es el dolor, que si sangre, que si sudor, que si lágrimas.
Consternadísimo, el director de la Ópera Estatal, se declaraba devastado por las acusaciones y prometía llegar al fondo del asunto, diciendo que este no era el modelo de aprendizaje que quería para su escuela y esto y lo otro.
Primeramente, me gustaría decir que esta cuestión ha tenido un moderado eco en las charlas de sobremesa que he presenciado desde entonces.
Curiosamente (o quizá no) el tenor general de los comentarios por parte de la población aborigen era algo así como lo que le decían los periodistas de Tómbola cuando alguna famosa se ponía estrecha y no quería „desvelar“ (horrible verbo) con quién se estaba acostando en aquellos momentos. O sea: eso de „cuando accediste a venir aquí, ya sabías a lo que venías“ (o sea, que desembucha). Esto es: los padres que llevan a sus hijos a este tipo de escuelas, ya saben a lo que van, porque la danza es un mundo muy duro en el que, mazagáticamente hablando, hay que dejarse la piel en el mismísimo pellejo.
O sea, que si les traumatizaban al niño, que no se quejaran tanto, que en el pecado llevaban la penitencia.
Naturalmente, no eran estas las palabras, y todo iba envuelto en ese tipo de ambigüedades que, de pequeñitos, aprendemos para manejarnos en sociedad, pero el espíritu era este.
Lo curioso del caso es que los padres de los educandos, o sea, los padres de los niños y niñas, chicos y chicas, muchachos y muchachas, zagales y zagalas, que aspiran a ser estrellas en el difícil mundo de la danza, se han pronunciado de forma pública y sus argumentos no dejan de ser curiosos.
Los sufridos progenitores dicen que, naturalmente, las acusaciones de maltrato, exceso de disciplina y abusos quién sabe si sexuales son inaceptables y deben ser aclaradas hasta que no quede ni la más mínima duda. Vamos, ni una dudilla pequeña. Nada.
Sin embargo, dicen tambien que la danza es, como la auditoría (por esto me vino a mí ayer a la memoria la anécdota que conté) una cosa que no está hecha para todo el mundo y que al sagrado altar de Terpsícore solo deben acudir aquellos a quienes la pasión por el bailoteo les consuma las entrañas. Que de otra manera es muy difícil soportar los sufrimientos (Strapazen) que este amor conlleva. Y que naturalmente (y aquí viene otra semejanza con el maravilloso mundo de la auditoría entendida como una de las bellas artes) ellos hacen mil de sacrificios para que sus hijos estudien nada más y nada menos que en la Ópera de Viena porque es una escuela que „tiene prestigio“ (lo que están diciendo es que, si sus hijos aguantan mecha durante equis años en lo que podría ser una mazmorra, cuando terminen sus estudios los que entienden de lo de Terpsícore se los van a rifar).
En este asunto subyace una cuestión cultural que, a pesar de que está muy arraigada en el inconsciente humano es, en mi opinión, un absurdo. Y es que el aprendizaje de cualquier cosa (y cuanto más nos importe esa cosa, más) tiene que ser doloroso para ser efectivo, y que si no se sufre ni se aprende ni nada, y que el mejor modelo para aprender algo es el del profesor que machaca al alumno con su supuesta sabiduría para que quede siempre claro quién manda en la relación profesor-alumno, educante-educando. O sea, un sindiós.
Todo el mundo que ha enseñado algo a alguien (y servidor tiene muchas horas de vuelo en la cuestión) o todo el mundo que ha aprendido algo (y todos hemos aprendido algo) sabe que los conocimientos que de verdad quedan, los que se hacen orgánicos, los que se incorporan a nuestra vida, no son los que van unidos a cierta autoridad y al miedo que necesariamente se utiliza para imponerla, sino aquellos que adquirimos en lo que suele llamarse „estado de flujo“, cuando estamos tan relajados y escuchamos de manera tan atenta que lo que nos enseñan cala en nosotros. Todos los que hemos dado clase alguna vez sabemos que la tercera pata de la relación profesor-alumno y tan importante o más que el talento natural tanto del alumno como del profesor, es esa capacidad que el enseñante tiene que tener para crear un ambiente propicio para aprender.
Se tarda tiempo, claro, y no es fácil, pero volviendo a la auditoría y a la contabilidad, no es un gasto, sino una inversión.
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