Hoy se cumplen setenta y cuatro años de un acontecimiento estupendo para la Historia de Europa. Ole con ole y olá.
9 de Mayo.- Tal día como hoy, hace setenta y cuatro años, era miércoles. Una Europa exhausta y destrozada se enteró de que la segunda guerra mundial había terminado, con la rendición incondicional del ejército nazi (a buenas horas) y el suicidio de Hitler en el búnker de Berlín.
Poca gente podía imaginárselo entonces, pero poco tiempo más tarde (o mucho, porque todo es relativo) se sentaron las bases de la Unión Europea, en forma de una unión comercial en el centro del continente.
Desde entonces, lo que había sido un cáncer que había corroido Europa desde que el mundo es mundo, ha remitido bastante hasta casi desaparecer. Dejando aparte las desgraciadas guerras yugoslavas, que tanto mermaron a la población de estilistas de los Balcanes, desgracia que aún sufrimos, anualmente, con motivo del festival de la canción de Eurovisión, en Europa hace mucho tiempo (afortunadamente) que no se da una palabra más alta que otra. Bueno, mejor dicho : hace mucho tiempo que no se da un tiro más alto que otro. Y que siga así por mucho tiempo, si Dios quiere.
Yo, lo he dicho siempre, me siento mucho más europeo que español. De hecho, mi hispanidad es una fracción de toda mi identidad (debido a mi biografia, me siento, como es lógico, muy austriaco para muchas cosas). Y si tengo que estar orgulloso de algo es, sin duda, de vivir en esta isla de tolerancia y libertad que los europeos hemos construido, trabajosamente, durante las últimas siete décadas.
Una isla que tiene defectos, naturalmente, pero cuyas virtudes quedan más que al descubierto cuando uno viaja y ve lo que hay por esos mundos por donde campan antiguallas ideológicas como el nacionalismo o los fanatismos religosos. Para mí, ser europeo significa sobre todo ser parte de una conversación de gente interesante que dura ya siglos, y que es independiente de que existan fronteras dentro de los países europeos. Por ejemplo, tener el privilegio de contar en Facebook como amigo al profesor Falcinelli, autor de un libro bellísimo (y entretenidísimo) sobre el color, que ha publicado en España, por cierto, Siruela.
Cuando mi amigo virtual, el profesor Falcinelli, publica en su Facebook, me trae el sabor de Roma, de una Italia moderna, curiosa, abierta al mundo. Y me siento muy contento de tener la seguridad de que dos caballeros que no se conocen en persona, podrían utilizar la base de haber leido las mismas cosas y de haber nacido en unos países que, siendo muy distintos, tienen la europeidad en común,para ir a un café de, pongamos, Düsseldorf, con otro caballero alemán en sus mismas condiciones y tener mucho de qué hablar.
La conmemoración del fin de la guerra, me pilla leyendo los diarios de Victor Klemperer, otro eslabón de esa estirpe de europeos de los que sentirse tan orgulloso.
El pobre Klemperer, judío, tuvo la mala suerte de que le tocara el nazismo, y sus diarios son un testimonio de valor incalculable, no solo de lo que supuso para la gente normal aquella cochambre, sino también un dibujo muy preciso de las reacciones del ser humano ante la desgracia. Desde la negación hasta la justificación. Muchas de las cosas que cuenta Klemperer puede reconocerlas cualquiera que haya trabajado en una empresa que haya ido mal ; sus problemas crónicos de salud, que él anota con mucha morosidad, o sus apuros de dinero, motivados por la dictadura nazi, se leen con la ternura del que sabe que todos somos vulnerables por alguna razón, además de que Klemperer explica las cosas tan bien, que uno no puede por menos que comprenderlas y sentirse identificado. Klemperer era, además, uno de esos nodos (no el más prominente y quizá en esa medianía radique gran parte de su encanto) de aquella Europa pensante que, con las lógicas modificaciones, es el alma de este continente. Es una pena, por cierto, que no fuera austriaco, porque con su vida me hubiera quedado un post (o serie) muy chulo.
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