A veces, al leer un libro o cuando a uno le cuentan un problema, sufre más porque tiene más información que el narrador.
14 de Mayo.- Cuando yo era chico, allá en los ochenta, la angustia de que la guerra fría entre la Unión Soviética y los Estados Unidos pudiera calentarse calaba entre todas las capas de la población, hasta en los críos, como yo.
La máxima expresión de mis terrores de infancia no era el coco, ni el lobo feroz, sino una guerra nuclear –sí : yo he sido raro hasta para eso-.
In illo tempore, se estrenó una película de dibujos « animosos » que todavía se puede conseguir por ahí. Se llamaba « Cuando el viento sopla » y trataba de una pareja de abuelos ingleses, achuchables, que vivían en el campo. Un día, estallaba una guerra nuclear y ellos seguían todos los consejos del Gobierno y, al final, pues pasaba lo que tenía que pasar. O sea, que uno veía impotente como aquellas dos personas tan buenas se acababan muriendo por la radioactividad.
Me acordaba yo de « Cuando el viento sopla » porque sigo con los diarios de Viktor Klemperer, el filólogo judío que vivió en Dresde durante los oscuros tiempos del nacionalsocialismo y que, gracias a la valentía de su mujer, que era gentil, sobrevivió (Klemperer, el pobrecito, era de natural bastante afable y poco ducho en las cosas prácticas, como nos pasa a la gente que escribimos más que hacemos).
Por las páginas de los diarios, poquito a poco, uno va viendo cómo, conforme los nazis se iban sintiendo más seguros, iban estrechando el cerco alrededor de las condiciones de vida de los pobres judíos, haciéndolas cada vez más precarias. Muchas de estas medidas estaban destinadas a inyectar fondos en la economía del tercer reich, que siempre fue muy precaria, como por ejemplo las expropiaciones abusivas y los impuestos draconianos, pero muchas también eran pura y simplemente hacerle la vida imposible a aquella pobre gente para intentar que se muriese o se suicidase, de pena, de hambre, de asco o de soledad. O sea, una cuestión de malignidad sórdida.
Resulta curioso también cómo la gente normal, muchas veces por cobardía o por mera mezquindad, era cómplice de aquel estado de cosas, y agravaban la prisión sin paredes de los Klemperer a base de callar, de no protestar, de pensar que podría ser peor.
Como en la película, el lector sufre porque cuenta con más información que el narrador. O sea, sabe que en 1936 estalló la guerra civil nuestra (de cuyos entreveros habla Klemperer) y sabe que en 1938 Austria fue anexionada a la Alemania nazi, y sabe que, una vez pasó eso, solo cabe esperar a la guerra de 1939. Mientras tanto, el pobre Klemperer y su mujer Eva van contando los marcos cada vez más escasos, les prohiben pasear por los parques, sacar libros de las bibliotecas, visitar los cafés, les quitan el carnet de conducir, o les prohiben acudir a médicos « arios »…Ellos, como los abuelos de la película, en parte por resignación y en parte por un amor del todo explicable por su integridad física, siguen las reglas del Gobierno, confiando en que un día la situación se haga tan insostenible que el sistema quiebre de alguna manera y las puertas de su cárcel cedan al fin.
Y entonces uno cierra el libro, y se hace un café y coge el teléfono móvil y abre el periódico digital y se encuentra con un personaje, un tal Waldhausl, el cual se hizo « famoso » estos meses atrás porque mandó colocar una cerca de alambres de espino alrededor de un alojamiento para menores refugiados. La última ocurrencia de Waldhäusel ha sido la de hacer que los refugiados firmen un documento con los llamados « diez mandamientos del refugiado », uno de los cuales es que « vivirás demostrando tu agradecimiento a Austria » (por haberte acogido, se entiende). Waldhäusel ha dejado dicho que no es casualidad el haber elegido este formato de los diez mandamientos, para que los refugiados o aspirantes, por si no se habían enterado, se den cuenta « de que vivimos en un país cristiano ». O sea, puras y simples ganas de humillar innecesariamente a una gente que, de la empanada mental que tiene Waldhäusel y gente como él, ni sabe nada ni tiene la culpa.
Si abrimos el foco otra vez, podremos ver que el leit motiv que subyace en las palabras de Waldhäusel no es más que un eco de la piéce de résistance que la ultraderecha europea (y la americana, de cuyas fuentes bebe) lleva tocando de un tiempo a esta parte. A pesar de que la inmigración de religión musulmana es, en el conjunto de Europa poco o nada significativa en términos de porcentaje de población, la ultraderecha intenta (y ha conseguido, por desgracia) esparcir la alerta de que la « civilización cristiana » (lo que quiera que eso signifique, porque ni la propia ultraderecha se pone de acuerdo) está en peligro por una presunta invasión musulmana (ese « intercambio » étnico del que hablaba el otro día el vicecanciller Strache en la televisión) dirigida por oscuros poderes en la sombra.
El viento sigue soplando .
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