La tierra de las sonrisas

Este verano, como todos los veranos, hay opereta en Mörbisch. Un verano sin Mörbisch no es verano.

11 de Agosto.- Este verano, como todos los veranos desde hace ya unos cuantos, el pueblo de Mörbisch, cercano al lago Neusiedl, de ordinario un lugar tranquilo y hasta algo provinciano, se llena de la algarabía del público que va todos los fines de semana a su teatro al aire libre.

En la segunda mitad del pasado siglo, Burgenland era, aparte de la frontera con el telón de acero, lo que podríamos llamar, el rabo sin desollar de Austria. En aquellas posguerras, el Gobierno de la capital, a fuer de levantar un poco esta parte del país, que era (y siguió siéndolo hasta la entrada en la Unión) la más pobre de Esta Pequeña República, decidió convertir la región de Panonia y el lago Neusidl en la meca de un turismo doméstico y entrañable (un poco estilo cuchara de palo con la leyenda „Estuve en Denia y me acordé de ti“). Se pobló la región de encantadoras tabernas y de falsos zíngaros húngaros y, naturalmente, siguiendo la costumbre local, se crearon festivales como el de Mörbisch, con su escenario al aire libre, sus cañaverales susurrantes y sus mosquitos (los cañaverales susurrantes siguen, los mosquitos, por lo menos ayer, no hicieron acto de presencia). En el marco de este esfuerzo por crear atracciones para el turismo interior nació el festival de opereta de Mörbisch, imán de los turistas que mencionábamos más arriba.

Siguiendo lo que se ha convertido en una especie de tradición, este año también he ido (ayer, más concretamente) a disfrutar la opereta de este año, que es Land des Lächelns (La Tierra de las Sonrisas), de Franz Lehar.

Buscando materiales para este artículo, por cierto, me he enterado de que esta opereta la cual se ha convertido en una de las piéces de resistance infaltables de este estilo que es encantadoramente merengado, no se estrenó con este título, sino con uno que sin duda hubiera horrorizado a los supersticiosos cómicos españoles: La Chaqueta Amarilla. Fue en 1923, en Viena. Hasta el estreno en Berlín, en 1929, no se le puso el título que lleva en la actualidad.

La opereta es un género que no suele meterse en muchos jardines, porque su principal objetivo, como no se cansó de recalcar ayer el Sr. Edelmann, el actual director del Festival de Mörbisch, es proporcionarle al sufrido público olvido de sus problemas diarios. Sin embargo, esta opereta de Lehar se atreve nada más y nada menos que con una historia de amor interracial, entre una aristócrata austriaca (una mujer „moelna“ pero dentro de un orden) y un aristócrata chino. Estos amores, que acaban (atención spoiler) malamente (trah trah) se desarrollan antes de la primera guerra mundial, en las postrimerías de la Belle Epoque.

La primera parte de la obra, algo arrevistada, se desarrolla en Viena y la segunda parte, la que conduce al desenlace triste (cosa que tampoco es frecuente en la opereta) pasa en China. Diferencias de ubicación que se notan en la partitura. Si en la primera mitad del partido nos encontramos con las suntuosas texturas del Concierto de Año Nuevo, en la segunda la partitura alcanza unas alturas que quieren estar cercanas al Turandot de Puccini.

El montaje de este año sigue, naturalmente, la línea que ha hecho al festival de Mörbisch famoso en toda Austria (y parte del extranjero). O sea, conseguir una representación vistosota que culmine en el tradicional fin de fiesta con los consabidos fuegos artificiales. Naturalmente (y según me enteré ayer) hacer tres días por semana una representación que deje contentas a seismil personas (por día) es una tarea titánica, y de todo menos fácil. Por abajo, y aunque probablemente aquí no lo llamen así, queda el peligro del „Joseluismorenismo“ o sea, parecerse a aquellas antologías de la zarzuela que, abundantemente subvencionadas, montaba Jose Luis Moreno, pagándole a los cantantes una miseria y procurando que la verdad histórica en vestuarios y decorados no estropease un efectismo de todo a un euro.

Por arriba, el límite es la música dodecafónica. O sea, hacer montajes demasiado abstrusos para un público de cine de verano que lo que va buscando no es eso, sino pasar un rato agradable.

La banda que queda entre los dos extremos es ten con ten que es delicado.

Ayer se consiguió el objetivo de pasar un buen rato ( a ratos, incluso más que bueno) a pesar de que el protagonista masculino no tuvo, por decirlo suavemente, un buen día y tropezó el hombre alguna que otra vez en la partitura (vaya por Dios). No así la protagonista femenina, que „defendió“ su papel (según esta expresión idiota que se ha puesto de moda) de manera más que competente.

Harald Serafin, el cual fue, durante muchos años, el alma de Mörbisch, también tiene una aparición en la función (el famoso personaje del Eunuco que es, junto con el carcelero de El Murciélago, uno de esos personajes cómodos y graciosos que suelen ser la dorada jubilación de las leyendas de la farándula centroeuropea). Serafin, naturalmente, salvó la cosa con muchísimo encanto (la marca de la casa) pero tuvo bastantes problemas no ya para cantar (que ya no canta) sino para hacerse entender. Para que mis lectores españoles se hagan una idea, Harald Serafin viene a ser una especie de José Isbert. Pero el público va a ver al entrañable Harald Serafin y dudo mucho que le importe mucho lo que haga. Con aparecer, el respetable se hace cuentas de que está viendo a su abuelo y se derrite.

Todos, por cierto, esperábamos con impaciencia un aria particular, la más famosa de esta opereta (y, por cierto, pieza que mucha gente elige para que se la canten en su boda). Dein ist mein ganzes Herz (o sea, mi corazón es todo tuyo). Como uno está soltero, no ceja en la esperanza de que, en algún momento, alguien se la cante. Cuando llegó el momento, la romanza, tantas veces escuchada, no nos defraudó. Por momentos como este, vamos a Mörbisch. Por momentos como este, Austria merece la pena.


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