Suspiros de España

Quince años después, el viajero vuelve con curiosidad a los parajes por los que alguna vez anduvo.

15 de Agosto.- Hace quince años, el viajero pasó su primer mes entero en Austria. Lo recuerda, por decir la verdad, con bastante nostalgia y con un punto de melancolía. Hoy, quince años después, el viajero se dispone a pasar diez días en España.

Esta vez, en contra de lo que suele sucederle, el viajero va sin planes ni agenda. Se ha propuesto descansar y hacer un poco lo que el destino vaya sugiriendo. Solo hay un par de personas a las que quisiera ver sin falta, no porque a los otros los quiera menos (que los quiere a todos entrañablemente, claro) sino porque tiene la sensación de que, de alguna manera, le necesitan más.

El viaje empieza, como siempre, en el aeropuerto de Schwechat y es antes de llegar al aeropuerto, mientras el viajero está cerrando la maleta, cuando se da cuenta de hasta qué punto el viajero se ha hecho austriaco. Él, que abandonó el país que más quería, a su familia, a su Madrid de su alma, para establecerse en un país al que tuvo que aprender a querer, se siente enormemente intranquilo, muy nervioso, ante la idea de provocar en su rutina diaria una disrupción de diez jornadas en las que, lo sabe, va a reinar lo imprevisible.

Solo de pensarlo, el viajero empieza a hiperventilar, como una pensionista vienesa cuando se enfrenta a una caja de Billa en la que haya más de dos personas.

Comprende el viajero que esta es una manifestación del famoso espíritu de continuidad austriaco, el cual ha crecido dentro de él como una planta de la que no sabe calibrar si es buena o mala. Es aquello que los austriacos dicen por lo menos una vez al día de „siempre lo hemos hecho así, sigamos haciéndolo así“.

El viajero, naturalmente, se sobrepone, pensando en su familia a la que, a pesar del contacto frecuente, hace dos años que no ve en persona. Piensa en todos los museos que, sin duda, va a visitar; en los lugares de su juventud que volverá a ver y trata de sosegarse un poco o, en todo caso, de no aparentar que está desasosegado.

Llega al aeropuerto con muchísima antelación.

Es la primera vez que viaja con una compañía de bajo coste y esta novedad, la cual obedece, sin duda, al signo de los tiempos, no solo le intranquiliza más, sino que le parece muy favorable a la aparición de inconvenientes molestos. No los hay. En cosa de veinte minutos ha terminado el checkin y está aburriéndose en el interior de la zona de seguridad de Schwechat.

Para entretenerse, se pone la grabación que él mismo ha hecho de los capítulos primero al séptimo de El Quijote, de Miguel de Cervantes -el viajero es muy friki-; escuchar su propia voz empieza a devolverle una cierta tranquilidad. Se promete abordar de nuevo el proyecto de grabar entero El Quijote o, por lo menos, la primera parte.Se pide realismo a sí mismo, se llama al orden, se pregunta de dónde coño va a sacar el tiempo, con la cantidad de ocupaciones que tiene por su bien conocida incapacidad de decir que no a las cosas, incluso a las enojosas.

El viajero encuentra la puerta de su vuelo. Se sienta en una silla y espera, pensando en si le dejarán pasar con los dos cuasi bultos que lleva. La bolsa con las cámaras de fotos y una mochila que solo contiene un ordenador.

Sus míseras condiciones de embarque en la línea de bajo coste dictan severas que solo puede llevar un bulto. Espera que las dos bolsas pequeñas cuenten en cubicaje como una.

Como el vuelo es a Madrid, empiezan a arracimarse pasajeros obviamente españoles que al viajero le producen la misma perplejidad, mezclada con prevención, que a Pedro Almodóvar le debe de producir la gente normal. Acostumbrado como está al público típico de Austria, los españoles le parecen gente que va vestida como si fuera gente de mal vivir. Como lo de Rosalía (con perdón de la diosa) pero en cutre. Mucho chándal. Le viene a la memoria la famosa cita de Karl Lagerfeld, aquella de que „una mujer que sale en chandal a la calle ha perdido el control de su vida“. A juzgar por lo que ve, le va a tocar viajar con un grupo muy nutrido de enajenados.

El viajero comprueba -se le había olvidado- que los españoles son un pueblo que parece necesitar hacer ruido todo el rato y que, quizá contagiados por los locutores de televisión más al uso, se sienten en la necesidad de contarle a sus compañeros lo que todo el mundo está viendo. Cosa que, se mire por donde se mire, resulta un poco fastidiosa.

Una pareja empieza a pelearse. Él lleva una mochila con una cinta atada con la bandera de España (kill me, truck) y ella le dice:

-Santiago, a mí no me vuelvas a hablar así.

A poca distancia, hay un grupo de chavales veinteañeros que dicen cosas como „tío, lo vas a flipotar“. El viajero se siente no solo extranjero, sino parte de un parque jurásico. Para rematar la cosa, el grupo de chavales exhala un aroma a feromona caducada que le hace rezar para que la máquina aleatoria de asignar los asientos en el avión no les haya puesto cerca de él.

Por fin, empieza el embarque. El viajero, como es pobre, está en la fila del embarque „no prioritario“. Sus temores arrecian. Todo iba bien, quizá ha cantado victoria demasiado pronto. Pero no. Al final, el tipo que le mira el pasaporte está tan sobrepasado por la avalancha de españoles que tratan de colársele, que no presta atención a sus dos bultos (vamos, a los bultos del equipaje).

Al fin, una azafata que parece la hija de Bruce Lee le muestra su sitio. El viajero se sienta, se pone los bultos entre las piernas, saca un libro electrónico y se sumerje en las memorias de Fernando Fernán Gómez (se pide aquí al lector no sacar conclusiones erróneas).

Tres horas después, sin mayor novedad, aterriza en Madrid.


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