A cada tiempo, su arte

Cada generación tiene su manera de contar las cosas que le pasan. Los actores de Yogur Piano no son una excepción.

18 de Octubre.- En el frontispicio de uno de los edificios más representativos de Viena, la Secession, hay escrito un lema del que no he dejado de acordarme hoy durante toda la representación de la obra que he estado viendo. Dice así: „Der Zeit ihre Kunst. Der Kunst ihre Freiheit“. Lo cual, en la lengua de Belén Esteban, viene a ser „A cada época, su arte. A cada arte, su libertad“.

Esto quiere decir que lo mismo que, cuando yo era joven (tan lejos, tan cerca) había compañeros míos en la cosa esta del teatro que querían hacer espectáculos basándose en las letras de las canciones de Los Planetas (uno de los grupos más moñas que ha parido madre) es justo que los jóvenes que hacen teatro hoy se basen en sus experiencias, y en sus músicas, para hacer teatro de acuerdo a las cosas que les preocupan.

(Pido al lector que tenga esto presente para relativizar un poco lo que sigue).

O sea, que esto del teatro, del arte en general, no es tanto tener cosas que decir, ya que más o menos todo hijo de vecino tiene desamores de los que quejarse y zapatos que le hacen rozadura, sino más bien encontrar a alguien que se dé por aludido cuando uno las dice, y que las haga suyas y que, aunque no lo sean, las encuentre nuevas, diferentes, próximas a su manera de sentir y de pensar.

O sea, que se dé esa situación de:

-Joé, este tipo ha dicho lo que yo hubiera querido decir si Dios me hubiera dado talento para decirlo.

Naturalmente, la gente de más edad porque ya hemos visto más mundo o, simplemente, porque procedemos de otro tiempo, en el que no nos dejaban hacer los exámenes de matemáticas con calculadora, no tenemos por qué sentirnos interpelados por realidades que están muy alejadas (por lo que sea) no ya de nuestra experiencia cotidiana, sino sencillamente de nuestra biografía.

Los jóvenes, como cantaba Jarcha, tienen derecho a decir aquello de „dicen los viejos que este país necesita“ hasta que, naturalmente, son ellos los que se hacen viejos y se encuentran, enfrente, a otro grupo de jóvenes que, displicentes, les dicen:

-Anda, sujétame el cubata, que voy a inventar esa pólvora que tú no has podido inventar.

Y añaden:

-So inútil.

En fin.

Hoy he estado en el estreno en Viena de „Yogur Piano“ en el teatro Arche (antiguo teatro Brett) y no dejaba de pensar en esto.

La obra, por un lado me enternecía, porque me recordaba mucho a ciertos ejercicios juveniles de amigos míos que entraron en la Real Escuela de Arte Dramático y que, con la pasión de los veinte años, creían descubrir una pepita de oro en cada sesión de improvisación. Por otro lado, tengo que reconocer que también me entristecía un poco porque, después de posponerlo mucho, he tenido que reconocer ante mí mismo que he dejado defintivamente de ser joven.

Y envejecer, la verdad, fastidia lo suyo. Casi tanto como los zapatos cuando te hacen rozadura.

Yogur Piano consiste básicamente en cinco actores que durante hora y media (exactísima) aspiran a pasar revista a la serie de problemas a los que se enfrenta un joven veinteañero de 2019 (por lo menos a un joven veinteañero medio de Madrid). Una hora y media que se pasa de modo bastante agradable, y que se abarca comodamente de un vistazo, como un piso compartido de estudiantes, de esos con muebles recogidos de un punto límpio y el frigoríco repartido por estantes (cada estante un inquilino) para que nadie se coma la comida de otro.

El relato es muy abierto y está basado en monólogos más o menos fragmentarios, de manera que es fácil que el público de menos de treinta años que convirtió Yogur Piano en un éxito de la cartelera madrileña (un „milagro“ como decía con mucha razón El País) pueda unir los puntos separados que el texto le propone para construir un relato que se aproxime al de su propia vida, porque Yogur Piano, como es obvio, aspira a ser una suerte de himno generacional.

Los actores, por supuesto, están muy bien. Es una suerte cada vez más escasa el ver actores jóvenes que no estén contaminados por los tics de Mario Casas o de alguno de los protagonistas de La Casa de Papel (sin ofender). Sin embargo, uno ha echado de menos un texto que les permitiera de verdad decir cosas que puedan seguir diciéndose en 2029 sin provocar una cierta sonrisa melancólica y un movimiento de cabeza.

De todas maneras, es muy agradable ver teatro en español en Viena sobre todo porque los espectadores hispanohablantes vivimos, en esta ciudad, en una suerte de limbo provincial en el que se echa de menos estar un poco en contacto con lo que se cuece en el país en el que echamos los dientes.


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