El guasap de Maria Ana

En el siglo XVII una española dejó Madrid y se vino a vivir a Austria, en donde vivía su marido. Casi por casualidad, su « whatsapp » ha sobrevivido.

16 de Enero.- Desde hace casi cuatro siglos reposan en el Archivo Estatal de Austria unos papeles que, en su momento, según supe ayer, se salvaron porque, gracias a Dios, los austriacos del siglo XVII no sabían castellano y pensaron que debían de ser algunas cartas importantes escritas al cuarto de nuestros Felipes (ese rey al que, pasmadísimo, retrató Velazquez durante cuatro décadas).

No eran tales, sino un trozo de Historia vivito y coleando.

Se trata de las cartas que Maria Ana de Austria, hermana de Felipe IV, le escribió a su marido, Fernando III, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Rey de Hungría y de Bohemia y blablablá (un partidazo ; feote y tal, pero un partidazo).

Tras un proyecto frustrado de matrimonio con un príncipe inglés (la cosa no cuajó porque el novio a la fuga se negó a convertirse al catolicismo), nuestra Maria Ana se casó con Fernando, el cual, por cierto, también era su primo carnal, en Febrero de 1631. La boda se celebró en Madrid por poderes y, después de la ceremonia, la futura emperatriz se puso en camino para conocer a su marido y consumar el matrimonio. Llegó a Viena, atravesando una Europa convulsa por la guerra, después de catorce meses de viaje. Catorce meses duró también su agonía porque, según parece, lenguas de doble filo le habían dicho que su marido era medio lelo.

Cuando se conocieron, Maria Ana se alegró bastante, porque no solo Fernando era un hombre muy simpático y con la cabeza en su sitio, sino que, por lo que parece, los esposos congeniaron muy bien. Prueba de su buena relación es la correspondencia entre ellos que se ha conservado y que consolaba a Maria Ana de las prolongadas ausencias de su santo marido, el cual parece ser que se pasaba la vida atendiendo las obligaciones de sus estados.

Ayer, en una conferencia celebrada en la Universidad de Viena y que fue dictada por la Sra. Andrea Sommer-Matis y por el Sr. Christian Standhartinger, tuvimos ocasión de asomarnos a un trozo de la Historia común de Austria y España. Fue muy emocionante porque, al ser una conferencia dirigida principalmente a historiadores profesionales, los que no lo somos también pudimos asomarnos, siquiera un poquito, a las fuentes directas y a los problemas que los historiadores tienen para hacer accesible para el público del siglo XXI textos que se escribieron cuando Diego Velazquez era la cámara de fotos con más megapixels. Uno, y no baladí, es descifrar la letra de los personajes históricos, tan alejada a veces de nuestros usos y de nuestra ortografía, o tratar de escudriñar rasgos escritos en una tinta descolorida.

Lo bueno de las cartas de Maria Ana es que, leyéndolas, uno tenía la sensación de que ella era misma la que estaba hablando en aquella habitación. Una mujer muy espontánea y llena de humor, preocupada por la salud de los suyos, que le contaba a su marido cosas de sus hijos, sus progresos, sus enfermedades, si les había salido un diente, si lloraban o no lloraban o si les gustaba el baile o no. Si las misas se le hacían largas o los tiras y aflojas con las cuñadas italianas. Y he de decir que, emperatriz y todo, los problemas de Maria Ana no eran muy diferentes a los de una mujer del siglo XXI que hubiese abandonado Madrid para venirse a vivir a un país del que no tenía ni idea de la lengua. Es más : a ratos, me parecía estar escuchando posts del grupo de Facebook de Espaöoles en Viena.

Los austriacos presentes (mayoría) se rieron bastante cuando los conferenciantes dijeron que una de las dificultades que tenía descifrar las cartas era que, al estar el alemán de la pobre Maria Ana sujeto con alfileres, la mujer escribía nombres de lugares y personas de oido, de manera que Baden era, por ejemplo, « Pon » (los aborígenes, en dialecto dicen algo como « Podn », con una o muy oscura, de manera que el error de Maria Ana era muy disculpable).

Por increible que parezca, el mazo de cartas de Maria Ana es un caso (casi) único lo cual hace la información que contienen las misivas doblemente preciosas. La historiografía anterior a los cincuenta del siglo pasado se ocupaba poco de esto que Georges Duby llamó la « intrahistoria ». O sea, la historia de la vida cotidiana. Al ser también hombres la mayoría de los historiadores la vida de las mujeres, entre los críos y el altar, solía también permanecer invisible.

Lo dicho : la hora y media que uno estuvo allí se le pasó en un suspiro. Qué placer.


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