En la piscina

Pocas cosas hay más personales y sujetas a la cosa cultural como el pudor. En bolas no se pone uno delante de todo el mundo, claro.

21 de Enero.- En este mundo las dos cosas que varían más de un país a otro y de una región a otra son el sentido del humor y el pudor.

Del sentido del humor ya hemos hablado en otras ocasiones. Hoy, sin embargo, vamos a tratar un pleito relacionado con el pudor.

Empezaré con una historieta personal : cuando iba a séptimo, o sea a mediados de los ochenta del siglo pasado, al director de mi colegio se le ocurrió la buena idea de que fuéramos a la piscina todos los jueves y que hiciéramos allí la clase de educación física.

En aquel momento, teníamos todos diez u once años más o menos y empezaban a preocuparnos las cosas de la sexualidad (hasta entonces, la frontera de aquellas cuestiones se había establecido en el famoso chiste picantón del perro « Mistetas »). Pero ya para entonces no solo nos preocupaba el asunto en abstracto sino que, como le sucedió a Eva y a su santo cuando Yaveh les pilló con la hoja de parra, habíamos empezado a darnos cuenta de que teníamos un cuerpo a continuación del cuello y que ese cuerpo, por alguna misteriosa razón, debía también preocuparnos (recuerde el lector que mi generación fue la última que sufrió ese tenebroso silencio al que ahora quieren volver a condenarnos los del Pin Neanderthal, digo Parental).

Yo era un crío que le daba muchas vueltas a las cosas (rasgo familiar) y pensé mucho sobre el tema. Particularmente desasosegante resultaba pensar en mí mismo desnudo delante de otra gente ya que, al hacerlo, quería que se abriese una sima en el pavimento y se me tragase. Hasta que un día, por fin, harto de cavilar (y de sufrir), le pregunté a mi madre, dando muchos rodeos, si ella se daba cuenta de que cuando estuvieramos en el vestuario, no solo iba a estar todo el mundo desnudo, sino que me iban a ver a mí también.

Por la respuesta, me di cuenta de que mi madre no se sentía tampoco demasiado cómoda hablando del tema, pero carraspeando mucho sí que me aconsejó que no se me ocurriera ni por lo más remoto demostrar mi corte y andarme cubriendo con toallas y cosas, que sentir vergüenza de andar con las ídem al aire delante de mis condiscípulos podía granjearme una fama de la que luego sería difícil librarme. O sea, que por lo que a ella se le alcanzaba, los hombres no tenían por qué tener vergüenza de andar desnudos delante de otros hombres. Luego, cambió de tema deprisa y corriendo.

Llegó el jueves fatídico y yo pasé las horas previas al viaje a la piscina con el estómago revuelto, pensando absurdamente que sería el único que se moriría de vergüenza al ver en bolas a gente a la que veía cubierta todos los días. Quisiera decir que cuando entramos al vestuario se me pasó el corte, pero no. No se me pasó (tampoco fue a más, gracias a Dios).

De lo que sí me di cuenta fue de que todos mis condiscípulos, hasta los que iban ya de malotes, andaban haciendo malabarismos con las toallas. Mal de muchos, vaya. Yo, como la reina Sofía, puse cara de profesional (ya se me daba bien en aquel tiempo y es un arte que he perfeccionado) y procuré aparentar una naturalidad que me hizo ganar muchos enteros en la consideración de gente mucho más cobarde que yo.

Quisiera poder decir que esta historia tiene alguna moraleja y que aprendí algo de ella. Pero no. La cosa hubiera sido mejor si alguien me hubiera dado una charla en el colegio y me hubiera explicado cosas que luego tuve que aprender casi a ciegas y perdiendo mucho tiempo. En fin.

Me he acordado de esta historia hoy al leer que en una piscina de Viena se produjo estos meses pasados una escena la cual, aunque aislada, da que pensar. Di que en el vestuario femenino, en la zona común (si es como el de los hombres supongo que habría un banco corrido y un espacio abierto) había dos mujeres cambiándose. La una, era una austriaca y la otra una mujer que llevaba burkini y que tenía a su hijo de corta edad (aunque debía de tener tres o cuatro primaveras).

En esto que la austriaca se quitó el traje de baño mojado y se quedó como su madre la puso en este planeta (algo peor, claro, debido a los desperfectos lógicos causados por la edad). El crío de la musulmana se quedó mirando a la cristana y no se sabe si lo que vio le vino mal a la criatura o a su madre. El caso es que la del burkini amonestó a la otra diciéndole que hiciera el favor de taparse o irse a una cabina cerrada, que estaba su desnudez ofendiendo el pudor de su chiquillo.

La austriaca puso el grito en el cielo y empezó un acalorado intercambio de impresiones que terminó con la austriaca diciendo que ella era atea y que, por lo mismo, el que la otra llevara un burkini la estaba ofendiendo (si hubiera sido española hubiera mencionado probablemente la palabra que rima con gazmoño, pero bueno). Luego, la mujer se personó en la oficina correspondiente a denunciar el caso (la austriaca) porque se había sentido discriminada por la del burkini.

El pequeño incidente se ha sabido ahora, y si bien el nombre de la austriaca  ha trascendido, el de la pudorosa señora musulmana no se conoce. Tampoco sabemos lo que opinaba el niño (quizá haya que esperar todavía algunos años).


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