Retrato de una dama

En los días no tan buenos conviene recordar según qué cosas. Hoy, damos un ejemplito.

4 de Febrero.- Quizá por algún condicionante biológico, las mujeres suelen envejecer mejor que los hombres. Desde que escribo este blog, no paro de encontrarme mujeres que, una vez pasado el cabo de Buena Esperanza de los 55 entran en una segunda juventud y se vuelven (aún más) curiosas y activas. Suelen ser además observadoras penetrantes de la vida que tienen alrededor. Llenan los teatros, leen más libros que sus contemporáneos varones y, en general, son para nosotros una lección de vida.

El sábado pasado me encontré con una de estas señoras, en una reunión social en en la que, sospecho, los dos desentonábamos un poco. Inmediatamente pegamos la hebra y la verdad es que nos pasamos un rato (un buen rato) de conversación no solo muy agradable, sino además, muy interesante.

Mi interlocutora era una señora de unos cincuenta y muchos, con el pelo blanco cortado en una media melena. Iba vestida con un blazer y llevaba un collar de bisutería de colores. Tiene una empresa propia y su carácter, como fui averiguando a través de la conversación, aglutina no solo una gran curiosidad y un ansia interminable de exactitud, sino también una gran empatía y una insólita calidez. Uno de los primeros temas de los que hablamos fue el de la identidad (me preguntó por qué estaba en Austria). A ella le sorprendió muchísimo que yo le dijera que, más que español, sobre todo lo que me siento es europeo. Le dio mucho que pensar, hasta el punto de que le dio bastantes vueltas a mi afirmación para ver hasta qué punto ella se sentía identificada o no. Concluyó que más que Austria su patria es el Waldviertel (tiene su oficina y su casa en una aldea que fue transcendental en la historia de esta parte del mundo –y en la de Tintín- porque fue en aquellos campos en donde el rey Ottokar se jugó el cetro)

En un momento de la conversación fue ella la que dijo algo con lo que yo me sentí identificado. La mujer me explicó que trabaja como voluntaria con refugiados. Y dijo que siempre lo había tenido claro, que a ella le había ido tan bien en la vida, que sentía que era su responsabilidad devolver un poco de lo que la vida le ha dado con tanta generosidad.

Estuvimos hablando de nuestras experiencias al respecto. De un error bastante tonto que yo cometí la semana pasada y del que quizá pronto mis lectores tendrán noticias. Hablamos de esa habitación que todos tenemos en el corazón en donde habitan todos nuestros dolores. Una habitación que no le mostramos fácilmente a los desconocidos. Hablamos de la emoción que ella sentía cuando veía a las mujeres sirias o afganas escribir por primera vez su nombre y se preguntaba lo que tenía que ser haber aprendido en un idioma y en un alfabeto que no era los suyos maternos.

Hablamos también de lo importantes que, en otras culturas, mucho más que en la austriaca, son los lazos personales (en mi trabajo tengo mucho contacto con el mundo árabe, y fue muy gratificante intercambiar experiencias). En fin, hablamos de mil cosas más que me convencieron de estar enfrente de una representante de todo lo mejor del alma austriaca. Y del alma humana, naturalmente. Una persona generosa, llena de curiosidad (quizá la curiosidad por el otro no sean más que una manifestación certera de ese amor indiscriminado por el prójimo que sienten las personas cuya cercanía merece la pena).

Cada vez que uno se encuentra con lo contrario (que es, desgraciadamente, algo frecuente) hay que hacerse fuerza y recordar que lo que abunda más no son los cardos borriqueros, sino la gente buena. La gente que de verdad merece la pena. Recordarlo le devuelve el calor al corazón.


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