Espérame en Cracovia, vida mía

Espero que los lectores de VD hayan hecho la maleta, porque nos vamos de viaje. Hoy, un hombre con miedo al Carod Rovira

CAPÍTULO 1: Un hombre con miedo al “Carod Rovira”

Para Yvonne, fellow traveller

5:35 de la madrugada.

Ayer por la noche me fui pronto a la cama, a eso de las nueve. No quería tener sueño hoy al levantarme a las cuatro, una hora inhumana se mire por donde se mire.

Tardé en dormirme. Vueltas y más vueltas y luego un sueño ligero y quebradizo, hecho de bandas de pesadillas y duermevela.

A las cuatro, la alarma del móvil. La ducha. La comprobación de que todo lo que uno ha empaquetado sigue sin novedad en la mochila.

La excursión será breve y por eso el equipaje también lo es.

Un par de mudas, un par de camisas. El infaltable libro electrónico y, claro está, la cámara.

Los gatos andan un poco agitados por la jarana a estas horas desusadas. Timi, el gato callejero que nos adoptó hace dos veranos, ha estado toda la noche conmigo. Como siempre en estos casos, la parte agorera de mi carácter -que es mucha, aunque no lo parezca- se pone a recordar fábulas de animales domésticos que presintieron que no iban a verle más el pelo a sus amos. Vengo de una familia con una fobia muy arraigada a las salidas de la rutina o sea, que llevo la angustia en los genes. Se tiene que notar.

A las cuatro y media de la mañana salgo de casa, noche tibia de invierno.

Quien me soporta (en todos los sentidos del término, también en el arquitectónico) me lleva al aeropuerto. Por el camino, acordamos sopesar la posibilidad de un viaje a Cracovia en primavera, en tren (desde Viena parece ser que es fácil y cómodo y, lo que es mucho mejor, bastante barato).

Luego, hablamos de pasado austriaco de Polonia. Bukovina y tal y tal (los vieneses, a los judíos ortodoxos que, huyendo de los pogromos rusos, llegaron a la ciudad en el siglo XIX , les llamaban Bukowiener).

Mi chófer me deja en el aparcamiento del aeropuerto. Son las cinco, esa hora en la que la noche aún parece eterna y cualquiera que ande por la calle tiene la sensación de haber sobrevivido al apocalipsis.

Entro en la terminal uno de Schwechat. Me encuentro de cara con un señor subido a un robot friegasuelos. El hombre me mira con expresión vacía. Le doy los buenos días. No se toma la molestia de contestarme y, tras una pausa, sigue fregoteando.

Compruebo en las pantallas que el check in de mi vuelo se hace al otro lado del aeropuerto, en la parte nueva. Voy tranquilo porque sé que tengo tiempo (otra manía familiar: entre nosotros es tradición llegar a los sitios con mucho tiempo).

De camino, veo de reojo a un hombre más o menos de mi edad que lleva un abrigo guateado y, sospecho, nada más debajo, porque le asoman unas piernecillas bastante delgaduchas. Observa e imita a los pasajeros que comprueban en las básculas el peso de su equipaje; él pesa una bolsa de papel del Erste Bank (límpia) llena de chismes difíciles de identificar. Pone la bolsa en la báscula como si contuviera un compuesto muy inestable de uranio que pudiera hacernos volar por los aires a todos. Comprueba el peso. Levanta la bolsa. Ve que la báscula se pone a cero. Vuelve a empezar.

A este no le doy los buenos días. Tengo buenas razones para pensar que no me contestaría.

Mi vuelo a Varsovia, la ciudad del pacto famoso (!Quién le iba a decir al niño que fui que alguna vez iría allí!) tiene asignados los mostradores 311 y 312.

Cuando llego, dos empleados hablan bajito detrás, quizá intercambiándose recetas de cocina o comentando los últimos pormenores que la ciencia ha averiguado acerca del bosón de Higgs.

Poca cosa más tienen que hacer, porque el lugar está desierto.

Saludo con mi mejor imitación de una persona que, a las cinco de la mañana, no tuviera una nostalgia incontenible de su cama calentita.

Acto seguido, me pongo a enseñar cosas. Que si el pasaporte, que si la tarjeta de embarque, que si la mochila reventona.

Ellos no se dejan impresionar.

-¿Va usted a depositar equipaje?

-Pues no.

-Entonces puede irse tranquilamente a la puerta -sonríe el empleado, imitando también a una persona que no pensara que un trabajo que te obliga a sonreir a las cinco de la mañana es más prostitución que otra cosa.

Puerta F.

Control de seguridad. Un chaval joven con la nariz eslava típica, conocida en ambientes científicos como Nasus Eslavicus Vulgaris, me mira displicente.

Me doy cuenta de que en el neceser llevo unas tijerillas para cortar la cutícula de las uñas. Las saco y se las enseño con el temor de estar infringiendo alguna norma de seguridad pensada para dificultar la labor destructora de los terroristas islamistas. El tipo mira a las tijerillas y luego me mira a mí como si fuese un saltamontes, una lombriz, un batracio, un gusano, una mosca gorda y veraniega o, simplemente, como si quisiera agriar cincuenta litros de leche. Tras una pausa, me dice:

-Se las puede usted guardar.

Paso el control de seguridad sin más novedad. Me queda hora y media para embarcar. Exploro las tienduchas del aeropuerto. Voy de escándalo en escándalo. Una botellica de agua cuatro euros.

!Pero en qué país vivimos! -me digo- ni que fuera esto Suiza o los Emiratos Árabes Unidos.

Me siento en una silla. Desayuno un bocadillo de queso y un tomate.

Me quedan una hora y veinticuatro minutos para embarcar.

No lejos de mí un hombre habla „por el selular“ en español. Tiene pinta de ser una persona de mal vivir (aunque quién parece honrado a las cinco y media de la mañana, quizá yo también esté como para salir en Narcos y no me dé ni cuenta). El hombre habla del Coronavirus, pero lo hace tan deprisa que parece que dice „Carod Rovira“. Lleva rastas y, llevado por la pasión, las mueve mucho. Con demasiada energía.

Solo de verle, se cansa uno.

Busco un lgar más tranquilo para sentarme y empezar este diario de viaje. Encuentro un lugar convenientemente solitario en el que verter mis interesantes observaciones al papel. Me siento y me pongo a la tarea.

A los tres minutos de empezar, me entra miedo a quedarme dormido, perder el avión y, con él, el dinero del billete, la reserva del hotel y la visita al antiguo campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. Un pico. Y yo soy pobre. Así pues, busco un lugar más incómodo para sentarme, al objeto de permanecer despierto y no perder las cantidades antes mencionadas.

Lo encuentro y sigo.

Poco a poco, el aeropuerto se va llenando de gente. La mayoría son trabajadores cuyos puestos se cepillará la inteligencia artificial el día menos pensado. Anuncian la puerta de mi vuelo. Voy a la zona de embarque.

Aparece otro viajero (occidental, y el dato merece consignarse). Va equipado con una mascarilla sanitaria. A todas luces tiene miedo de coger el „Carod Rovira“.

Pienso: „Cara candao, pero si todo el mundo sabe que las mascarillas esas no sirven de nada“.

Aunque luego también me da por pensar que el hombre tiene razón y que lo que mi gato ha presentido es que voy a coger el „Carod Rovira“ durante mi viaje a Cracovia y que dicho virus me va a librar de sufrir en este valle de lágrimas.

Me acojono.

(Continuará)


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