un certificado nazi

Espérame en Cracovia, vida mía (2)

un certificado naziCAPÍTULO 2

ASOCIALES Y TAXISTAS

Empiezan a llegar polacos (presuntos o reales) a la zona de embarque del vuelo con destino a Varsovia.

Observo que son como nosotros aunque más fornidos por lo general.

Las señoras mayores van teñidas de rubio y las muchachas jóvenes no van disfrazadas de Kim Kardashian o de pilingui de lujo, lo cual quizá se deba a la salvífica influencia San Juan Pablo segundo, al cual Dios tenga donde se merezca (porque menudo pájaro).

De todas maneras, essto es lo que pasa con los santos a los que has conocido en vida y a los que ha imitado Martes y 13, que no te los crees.

En fin: hoy no es el día del hombre con miedo al contagio. En el autobús que nos lleva al avión de las líneas aereas polacas se le pone al lado un pobre señor chino (vaya por Dios). Momento de alta tensión ambiental.

Empieza a amanecer sobre Viena.

El cielo se dora a fuego lento.

Los soñolientos ejecutivos o comerciales intentan sacudirse el sueño. Una muchacha, a mi lado, va viendo en el móvil un vídeo a todas luches choni.

El avión descansa en la pista, sufrido.

Es una cafetera pequeña, humilde y, en general, de aspecto poco fiable. Por suerte, no tengo miedo a volar. Si lo tuviera o tuviese, probablemente me habrían empezado a temblar las pieras.

Una vez sentados, nos habla el capitán.

Es un decir, porque ni se le entiende (habla un polaco muy cerrado) ni se le oye (que no se sabe que es peor). Al terminar la parrafada la repite, esta vez en lo que él cree que es inglés.

Igual. Ni se le entiende (habla aún peor que los pilotos españoles, que ya es decir) ni se le oye. Espero que lo que haya dicho no sea importante, porque si no, estamos apañados.

Después interviene el sobrecargo en la misma tónica idiomática y acústica.

Como yo soy un señor mayor que ya está para poco, me hago a la idea de que, si está de Dios que el avión se estrelle de poco nos van a servir las instrucciones de seguridad. Así pues, enciendo mi libro electrónico y me pongo a leer.

A mi lado va sentado un gigante con un piercing. Duerme como un hipopótamo que hubiera ido a una academia de silencio, detalle muy de agradecer.

No bien hemos despegado, pasan la azafata y el azafato repartiendo unas chocolatinas de esas que nunca han estado en contacto con ningún producto orgánico, también traen un café de filtro que es agua marrón. La cafetera está abollada y lleva en su cuerpo la huella de muchas horas de servicio. El azafato tampoco se da mucha maña, el pobre. Tiene la desgracia de tener los dedos como poll…Digooo, como para trabajar en un taller mecánico.

La precisión no es lo suyo.

8:25 Varsvia

Sobre las nubes, hay un cielo límpido y azul pero cuando el avión empieza a descender sobre Varsovia el panorama se enturbia, como si en vez de haber descendido hubiéramos hecho un viaje en el espacio y en el tiempo.

Surge bajo nosotros una ciudad marrón y gris de esas en las que, en las series de la tele, siempre aparece algún cadáver medio mordisqueado por los animales oculto entre unos arbustos.

Filas de chalets pareados, iguales como cajitas de cerillas.

A lo lejos, lo que parece el centro. Rascacielos entre los que destaca la enorme mole de un edificio inconfundiblemente estalinista (luego veo dicha mole, repetida muchas veces, en infinitos imanes para nevera).

De pronto, pienso que voy a aterrizar en un mundo en el que los nazis han ganado la guerra. Año 2020, Polonia es un protectorado lleno de obreros de fábricas de Siemens, Sturmbandführers y chachas polacas.

Empiezo a jugar a imaginarme una Unión Europea en la que un sucesor de Hitler ejerciera su tiránico gobierno. Me viene a la cabeza que en Austria se sigue diciendo que las mejores limpiadoras son polacas y esta verdad popular tiene el encanto entrañable (es un decir) de esas herencias del nazismo que a veces te encuentras donde menos te lo esperas.

Durante mi excursión a Auschwitz-Birkenau, de la que el lector tendrá noticias en futuros capítulos de esta serie, también aprendo que otra palabra que se escucha a menudo en Austria es una pervivencia de aquellos tiempos de plomo.

Aún hoy se sigue diciendo que los vecinos que no separan la basura en el contenedor de recliclaje o los que viven felizmente sin dar un palo al agua de las ayudas del Estado, son „Asozialer“. Los nazis llamaban „asociales“ a aquellos que se negaban a trabajar en pro el nazismo. Los consideraban, por lo visto, como agentes infecciosos, traidores a su Volk. Vidas inútiles que la comunidad de la nación alemana no podía permitirse el lujo de mantener. Como tales, el sistema solo preveía para ellos la muerte. Lo mismo que el jardinero arranca sin remordimientos la mala hierba que consume recursos que otras plantas podrían estar utilizando.

El avión aterriza a su hora, el gigante sentado a mi lado se despierta. Me pasa mi abrigo amablemente (su amabilidad vale el doble considerando que, para hacerlo, tiene que hacer muchas contorsiones en el estrecho espacio del avión). Está visto que no es un „asocial“.

El chino del „Carod Rovira“ se despereza.

Como esté infectado de verdad, pienso, apaga y vámonos.

El vuelo de Varsovia a Cracovia pasa sin mayor novedad -básicamente porque es uno de esos vuelos que, con razón, ponen del hígado a Greta Thurnberg-. Un abrir y cerrar de ojos y pasa uno de la juglaría a la clerecía ( el aeropuerto de Varsovia se llama Frederic Chopin y el del Cracovia Juan Pablo II).

Aquí tengo que reconocer que mi intranquilidad empieza a aumentar. Es muy difícil perderse dentro de un aeropuerto, porque están pensados de manera que haya mucha información redundante, de forma que incluso el viajero más torpe o peor equipado pueda encontrar el camino sin exponerse a una caástrofe.

Fuera, ya es otra cosa.

Tengo que reconocer que salgo del aeropuerto de Cracovia algo intranquilo, porque soy consciente de que huelo a guiri a cincuenta metros y los guiris que no hablan el idioma del país, como es mi caso, son presa fácil para los listos.

Al momento, se me acerca uno (o uno al que yo tomo por tal) y me dice lo siguiente en un tono nada tranquilizador:

-¿Quiere un taxi? Venga conmigo, le llevo a otro aparcamiento.

Como me ve dudoso me explica que los taxis de motor de explosión aparcan separados de los taxis con motor eléctrico.

-Relájese -me dice.

Todos los timadores les dicen a sus víctimas que se relajen antes de metérsela doblada, así que le pregunto al hombre cuánto me va a costar y él me dice que no me preocupe, que no hay diferencia.


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