Espérame en Cracovia, vida mía (3)

CAPÍTULO 3

Schindler empieza a hacer su famosa lista

En décimas de segundo decido que el taxista es de fiar.

Tiene menos de treinta años, es pequeño, feillo y habla un inglés muy potable aunque algo trufado de „polaquismos“ que dificultan un tanto la comprensión. Se le ve industrioso y haciendo muchos esfuerzos por aparentar que el hecho de que me esté ofreciendo un taxi es solamente un accidente, que él en realidad es un conductor de limusinas de lujo y que algún día se sabrá la verdad.

Mi intuición no me engaña y el hombre resulta ser majo y servicial. Realmente atento, cosa que no suele ser frecuente en el gremio del taxi. Por ejemplo: como me ve mayor, cambia la música tecno con la que entretiene sus largas jornadas de conducción por grandes éxitos de lo que él intuye (y acierta) que fue mi mocedad.

Iglesia

Por si acaso, con un acento algo pedregoso, me pregunta si se me ocurre alguna „miúsic“ que sea más „betarrr“. Naturalmente, yo le digo que no, que Brian Adams me parece muy bien. Es parte de la cortesía que los que no conducimos guardamos con los que tienen carnet. En el ámbito del vehículo, el conductor elige la música.

El hotel resulta ser, como todo en Cracovia, una agradable sorpresa. Límpio, recién decorado, en plan revista de decoración con aspiraciones pero no de gama alta. Personal amable y servicial. Una amabilidad que me sobrecoge un poco y me corta un poco. Todos los trámites se realizan de manera rápida y eficiente. El recepcionista insiste por pasiva, por activa y por perifrástica en que le tengo a su servicio para cualquier cosa que pueda necesitar y que la recepción está abierta veinticuatro horas, dato importantísimo si, en mitad de la noche, te asalta la sospecha de que tienes un cólico nefrítico o un ataque de apendicitis o no encuentras a nadie con quién discutir la noción kantiana de la pérdida progresiva del valor óntico de la causalidad eficiente.

A la vera del ascensor me espera el botones, hombre de más de sesenta, bigote poblado y traje impecable que me tiende la mano para que le pase la mochila. Insiste. Yo no sé qué hacer, porque la verdad la mochila no pesa y la puedo llevar yo perfectamente.

Me viene a la memoria esa escena de Ninotchka, de Greta Garbo.

La camarada Yakusova (Garbo) llega a París para supervisar la venta de las joyas de la gran duquesa Swana (Ina Claire).

Buljanov, Iranov y Kopalski, sus subordinados (acojonadísimos) van a buscarla a la estación.

Aparece Garbo, en su mejor caracterización de beldad andrógina surgida del frío. Un mozo, como el botones de mi hotel, viene a cogerle la maleta.

Ella, sin cambiar de expresión -cosa nada difícil tratándose de Garbo- se niega y, poniéndole al hombre una mano en el hombro, le dice (más o menos):

-En la Unión Soviética, camarada, ya no tenemos este oficio. Este trabajo de llevar maletas de otros es inhumano.

El tipo la mira, se encoge de hombros y dice:

-Bueno, eso depende de la propina.

El caballero que me lleva la mochila y que podría ser perfectamente mi padre, me conduce a mi habitación, me muestra cómo funcionan las cosas, se enrolla y luego hace una pausa. Lamentablemente, no tengo suelto en moneda local y, al ver que se irá de vacío, con notable elegancia me desea buenas noches y (supongo) piensa que me den morcilla.

El viento

Un poco más arriba, en el número siete de la calle en donde está situado mi hotel, estuvo viviendo el empresario alemán Oskar Schindler durante el tiempo en que tuvo negocios en Kracovia. La amiga que me acompaña y yo hemos reservado un tour a lo que fue la fábrica Schindler (la Deutsche Emailwaren Fabrik) y en 1992 una de las localizaciones en donde se rodó la famosa película de Steven Spielberg . La veremos en combinación con un tour por lo que fue el gheto judío, de horrible memoria, que se encuentra cerca, pasado el Vístula.

En Cracovia, la ciudad de las ciento veintitantas iglesias, hace un frío pelón.

Las rachas de un sol blanco y glacial son interrumpidas por chubascos de nieve, a pesar de lo cual, por cierto, hay aguerridas polacas sin temor a coger frío en las vías genitourinarias que llevan unas minifaldas que les llegan justamente para taparles el chich…Digoooo la línea de la concepción.

Chica con minifalda amarilla

El punto de encuentro del tour se encuentra al pie del castillo de Welwel, emporio que fue de los reyes polacos y orgullo de esta nación que anda algo falta de autoestima (de ahí que hayan caido en un nacionalismo machacón que asoma, como luego veremos, detrás de todas las conversaciones).

Para tratar de entrar un poco en calor, mi amiga y yo pasamos a un café tras cuya barra hay dos indivíduos clónicos que hablan con voz aflautada. Yo pido un café y mi amiga, que creció en el Reino Unido del Brexit, un té. Fuera, las niñas en minifalda y sus madres, macizas polacas enfundadas en recios abrigos, con las caras enrojecidas por años de consumo de etanoles y grasas animales saturadas (Vodka y Pieroggi) luchan contra la ventisca.

Al poco rato, puntual, aparece el que intuimos que es nuestro contacto, un polaco de pinta algo descolorida que nos conduce a un cochecito eléctrico protegido por unas lonas transparentes de plástico en el que ya se sientan dos escocesas rubicundas, presumiblemente madre e hija, que puntúan la conversación con risitas cascabeleras.

El guía, mientras nos tiende unas mantitas, nos explica que primero vamos a ir a ver la fábrica de Schindler y que luego haremos el tour guiado por el antiguo gheto.

Lo primero, cierra a unas ciertas horas, en tanto que las calles, como es lógico, están puestas todo el tiempo.

(A mí, por cierto, me entra la duda ¿Se escribe gueto? ¿gheto? ¿ghetto? ¿Qué diría el príncipe gitano al respecto? Ya no sabe uno).

Ni nosotros ni las alegres escocesas ponemos mayor problema, y el cocheito eléctrico emprende el camino del Vístula que divide Cracovia en dos.

Mientras llegamos, le explicaré un poquito la historia a mis lectores, y así se me van entreteniendo.

Oficina antigua

Antes de decidir que lo que hacían los nazis con losjudíos no tenía perdón de Yaveh ni de Elohim, Oskar Schindler era un pájaro de cuenta que vio en las facilidades que daba el régimen nazi para asentarse en Polonia una oportunidad para hacerse de oro fácilmente y, de paso, darse la gran vida, con bien de chatis y bien de coñac bebido en copas de balón.

Así pues, se personó en Cracovia y allí localizó a unos empresarios judíos que tenían una fábrica cerrada. Cerrada, conviene aclararlo, no por las circunstancias de la guerra (aunque todo se juntaría, claro) sino porque el negocio iba mal.

Schindler les compró la fábrica por una miseria y se puso a producir cacharros esmaltados para el ejército -en algún sitio tenían que calentar el rancho los soldados-.

Luego, más tarde, también produjo otras cosas aprovechando las mismas máquinas.

La versión de Hollywood es que Schindler era un granujilla que, en el fondo, tenían buen corazón. La versión polaca es que, en un momento dado, Schindler, que tenía contactos y un sexto sentido para caer siempre de pie, se dio cuenta de que los nazis no podían ganar la guerra y empezó a preparar lo que haría con su vida tras la victoria aliada; de manera que debió de pensar que si se sabía lo que los nazis hacían con los judíos, se les iba a caer el pelo (y a él con ellos, claro).

Así pues, dispuesto a conservar la cabellera o por decencia, que quizá también, Schindler salvó de una muerte segura a mil y pico de personas, a base de hacer creer a las autoridades que eran obreros imprescindibles para el esfuerzo bélico. Entremedias también los salvó de las garras del vienés más malo de todos los tiempos, el comandante Amon Göth.


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