Espérame en Cracovia, vida mía (5)

CAPÍTULO 5

Sinagogas, iglesias y narices

A la salida de la fábrica de Schindler nos espera nuestro nuevo guía.

Cruzamos la calle oscura, húmeda y nocturna y nos internamos en la oscuridad del cochecito eléctrico. Las escocesas ya están sentadas y responden a nuestras disculpas por la tardanza con sus risitas características.

El guía nos aposenta, cierra con mucha soltura la capota de plástico transparente con la que nos quita algo del frío de la calle y luego se sienta frente al volante. Sonriente, se vuelve y nos pregunta si tenemos alguna relación con judíos o con alemanes. Cuando le decimos que no, su alivio se hace pantente y su sonrisa más amplia, más granujesca. Nos explica que pregunta por si acaso, porque a él le gusta ser un poco irreverente (no nos demos imaginar hasta qué punto) y hay gente que se ofende.

Sin reparar en nuestra perplejidad pone el cochecito en marcha, desanda el camino que hemos andado antes y ha haciendo las paradas reglamentadas. Lleva un reproductor de mp3 contectado a la radio del vehículo y en cada parada pincha una explicación grabada en inglés sobre as sigagogas del antiguo barrio judío, la historia de la comunidad hebrea de Cracovia, la desgracia que se abatió sobre ella durante la segunda guerra mundial o el infierno del gheto.

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Entre medias, y como si se sintiera en la obligación de aligerarnos los disgustos que el recuerdo de estos hechos luctuosos pudiera provocarnos, empieza a aliñar los graves fragmentos históricos con anécdotas de su cosecha. De lante de una de las sinagogas que ocupan cada uno de los lados de la plaza en donde está la casa natal de Helena Rubinstein, empieza a hacer chistes bastante bestias de judíos.

Para muestra dejo el más suave:

-¿Por qué tienen los judíos la nariz tan grande?

-Porque el aire es gratis.

Luego, pone el cochecito en marcha.

Ufano, nos explica su triste historia. Le estamos viendo de guía de turistas porque, circunstancias de la vida, ha tenido que reinventarse. Lo suyo era la noche, porque él era músico. Percusionista, para más señas. Pero claro, una lesión le ha apartado del camino de la música y ahora sólo aconseja a las generaciones más jóvenes a propósito del tema de las baquetas. Pero claro, él tiene, como todo hijo de vecino, la necesidad de pagarse el vodka y los pieroggi así que si toca enseñar el gheto, se enseña (probablemente alguno de sus antepasados hubiera podido decir „y si toca apalear pobre gente en campos de concentración, pues se apalea y en paz“ aunque esté mal comparar; pero este es el espíritu).

A él, sin embargo, le gusta su trabajo, porque todos los días conoce gente de todas partes del mundo lo cual, qué duda cabe, enriquece mucho su existencia y resulta un consuelo por haber dejado el tema de los tambores.

La escocesa más joven le mira con cierta conmiseración. Suspira. El hombre le sonríe, hace un gesto con la mano como quitándole importancia a la cuestión.

A orillas del Vístula el ex batería recupera su jocoso tono característico para explicarnos que él no ha tenido nunca problemas con ningún cliente. Bueno, con un par de excepciones, claro, pero porque la gente tiene la piel muy fina y se ofende por nada. Por ejemplo, un profesor israelí con quien tuvo algunas palabras a propósito del comportamiento de algunos polacos durante la ocupación nazi.

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Hay mucha propaganda infundada, nos dice. Los polacos, salvo contadísimas excepciones, se jugaron la vida por los pobres judíos y ofrecieron una resistencia aguerrida contra el invasor (y, sobre todo, muy católica). Muchos pagaron cara esta obcecación, qué duda cabe, pero los polacos son así, de corazón generoso.

Nuestro guía opina que los que dicen otra cosa son canallas con ganas de faltar a la verdad de manera calumniosa o por interés.

-Hay muchos judíos que tienen pleitos con el Estado y que quieren sacar dinero ¿Saben?

Luego, nos garantiza que, aunque sean cosas políticamente incorrectas, de sus labios solo escucharemos la verdad de la buena. Luego, hace otro chiste sobre la legendaria capacidad de los judíos para sacar dinero hasta de debajo de las piedras, vendiendo a su abuela si hace falta.

Las escocesas se parten de risa. Mi amiga y yo no sabemos dónde meternos.

Después se lanza a una oda a la calidad de la testosterona del hombre polaco (a uno le viene a la cabeza la imagen de ciertos políticos españoles montando a caballo y hablando de la reconquista). Un hombre, según nuestro guía, siempre dispuesto a dejar bien alto el pabellón de la heterosexualidad según manda la santa, católica y apostólica iglesia romana

Estas noticias hacen muy feliz a la más joven de las escocesas con la que nuestro guía, es obvio, tiene feeling.

Paramos frente a lo que, desde el coche, se percibe como una tapia encalada, alta, en cuyo transcurso se abre un portal de piedras venerables dispuestas en estilo neoclásico. El guía nos informa de que nos encontramos ante la basílica del Corpus Christi.

-Si quieren paro y hacen fotos.

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La escocesa más joven dice que no hace falta, que puede hacer las fotos desde el coche, pero el galante polaco, medio en broma medio en serio, le dice que también puede abrir la capota de plástico, en ese tono con el que los obreros de la construcción dicen eso de « que no me entere yo que ese culito pasa hambre ».

Pronto queda claro que vamos a hacer una parada.

El cochecito eléctrico queda aparcado en la calle solitaria y el polaco nos indica la entrada al recinto de la iglesia, una mole de piedra que se recorta en la oscuridad.

Nos indica una puerta y nos envía a las sombras. Se entra a la iglesia por un atrio, frío y húmedo como una cueva prehistórica o como el vientre musgoso de algún monstruo mitológico. A un lado, hay una caja de metacrilato con un cartel en el que se piden donaciones. Al fondo, una puerta grande por la que se accede a la nave de la iglesia, quieta como un mundo submarino, silenciosa menos por la salmodia seca de un sacerdote que reza el rosario con unos fieles en una capilla lateral. En un banco de las primeras filas reza un hombre muy viejo, envuelto en una chaqueta gris. Entre los andamios puestos frente al altar mayor se vislumbra una riqueza de una hermosura un poco obscena. Una pared de oro escoltada por una sillería tallada en madera oscura. Cerca del púlpito con forma de barca (en cuyo pie hay esculpidas unas sirenas algo incongruentes) un imagen de Juan Pablo II vestido de papa.

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Cuando volvemos al coche, nuestro guía nos informa de la historia de la construcción de la Iglesia por el rey Casimiro el Grande. Según nuestro guía, la vida pecadora del monarca contribuyó no poco a embellecer Cracovia. Según nuestro cicerone, el rey Casimiro III el grande (1310-1370) era un mandamás pero, a fuer de buen católico también era un hombre temeroso de Dios y, por lo tanto, de las penas del infierno. Como también era un hombre polaco correctamente constituido etcétera, le tiraban –siempre según nuestro guía- más dos tetas que dos carretas, de manera que para compensar los pecados de la carne, construía una iglesia por cada amante. Según parece, la del Corpus la construyó porque Casimiro el follarín, cuando le venía bien, tenía también la costumbre de cargarse a miembros del clero. La basílica del Corpus, según parece, está en el lugar en donde falleció de manera violenta un sacerdote que tuvo la mala idea de tener con Casimiro un ligero intercambio de impresiones.

Con un orgullo que, en ningún caso, le han merecido sus compatriotas judíos asesinados por los nazis, nuestro guía nos obsequia con un completo relato de la agitada vida sexual de Casimiro III y luego nos dice que, en contra de lo que dice la gente, para construir el bellísimo altar de la basílica no se utilizaron 200 kilos de oro, sino tan solo veinte

Es un alivio


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