Adolf Hitler en Viena (7)

En Septiembre de 1907 Hitler emigró a Viena definitivamente desde Linz y aterrizó en un mundo cuya belleza, superficial, ya estaba herida de muerte.

En episodios anteriores : Alois Hitler muere de un colapso. Un hombre con una vida complicada. Las mujeres de la familia Hitler. Adolf Hitler, el NiNi. Un muerto de hambre. Quince días en Viena.

5 de Junio.- Hitler pospuso su viaje definitivo a Viena hasta Septiembre de 1907. En aquel momento, el imperio austro-húngaro era un artificio político lleno de parches y remiendos que había atravesado, mal que bien (más mal que bien) la aduana del siglo XX.

El emperador Francisco José, a punto de cumplir sesenta años en el trono, reinaba sobre cincuenta millones de súbditos en un territorio sumamente heterogéneo. Una amalgama de tierras y gentes que solo tenían en común que, en el Hofburg, se sentaba un abuelo de timidez patológica, una especie de dios lejano e inexpresivo, que seguía haciendo sus necesidades en un orinal que su edecán retiraba todas las mañanas.

Quizá si Francisco José hubiera muerto un poco antes, si hubiera tenido menos miedo a los cambios, a las reformas, el Imperio austro-húngaro hubiera sobrevivido como una confederación de Estados, pero la incapacidad del emperador de transitar por el laberinto de intereses contrapuestos, su miedo cerval a tocar nada del mohoso mecanismo que le habían legado sus ancestros, no hacía más que exacerbar los deseos de reformas, los nacionalismos, las ofendidas proclamas y los agravios comparativos.

Viena era la capital de aquel conglomerado que se extendía desde Italia hasta las estepas de Eurasia, una ciudad que era como una tarta de milhojas. Bajo la costra, en apariencia inamovible, de la aristocracia y el alto funcionariado, latía un magma hirviente de reivindicaciones obreras (la mayoría de las veces agitadas por demagogos), reivindicaciones nacionalistas y deseo de cambios.

Adolf Loos (wikipedia)

El teatro y el arte eran una religión. El lujo, una lepra dorada, una droga que alejaba a la gente de la realidad. Los lejanos paisajes de la filosofía y de la ciencia lugares a los que huir.

Sin sufragio universal, con un parlamento tan fraccionado que las leyes solo se podían aprobar a costa de concesiones cada vez más insostenibles a unas y otras nacionalidades, todo el mundo tenía claro que la monarquía tenía los días contados y la pregunta era cuándo y de qué manera sucedería la desmembración. Corrían rumores de pactos entre las potencias y de quién se quedaría con qué. La Europa plurinacional de los Habsburgo, con sus pequeños principados y sus privilegios feudales, se hundía bajo el peso de la modernidad. Los labradores abandonaban los campos, las ciudades crecían. A pocos kilómetros del esplendor petrificado de la Ringstrasse, crecían enormes masas de infraviviendas. En los últimos cincuenta años antes de que Hitler llegase a Viena, la antigua estructura gremial se había volatilizado. Casi cincuentamil talleres artesanos habían quebrado o desaparecido.

Los judíos eran una minoría suficientemente visible para no pasar desapercibida, pero suficientemente pequeña como para estar relativamente indefensa. El antisemitismo florecía como una planta venenosa. Los nacionalistas alemanes de Georg Ritter von Schönerer y los social-cristianos del protonazi Karl Lueger azuzaban los prejuicios y los utilizaban para llevar el agua a su molino.

Los judíos huían de los pogromos de Rusia y acudían a Viena procedentes de la Galizia polaca, de Hungría y de Bukovina (los vieneses los llamaban Bukowiener). La Ochrana, la policía secreta zarista, difundió por Europa Los Protocolos de los Sabios de Sión, un burdo panfleto, una falsificación, que sirvió de combustible durante mucho tiempo al racismo más abyecto.

En Viena, había una masa de judíos que habían abandonado las prácticas religiosas y se habían entregado al laicismo. Por la especial insistencia de su cultura en el conocimiento, en la escritura, estaban preparados idealmente para el nuevo mundo que surgía de las cenizas del antiguo régimen. Habían sido, a la vez, marginados en cierta manera y por eso tenían una saludable falta de prejuicios en aquel mundo en donde había un sitio para cada persona y cada persona debía ocupar su sitio. Se les veía con desconfianza porque eran ricos e influyentes, hasta el punto de haber comprado un lugar entre la aristocracia.

En palabras del historiador Joachim Fest:

La personalidad judía se adaptaba al estilo nacionalista y cosmopolita mejor que los representantes de la antigua burguesía europea,los cuales, con sus tradiciones, sus sentimientos y desesperación, se sentían intimidados ante el futuro. La conciencia de la amenaza fue espesándose de forma particular con la recriminación de que los judíos eran gente que no echaba raíces, que eran disolventes y revolucionarios, que nada les era sagrado y su „frío“ intelecto se oponía a la mentalidad reflexiva, intimista y sensible de los alemanes“.

Pronto aparecieron libros como „La desesperada lucha de los pueblos arios contra el judaísmo“ de Hermann Ahlwardt, que azuzaron el miedo.

En este ambiente transcurrieron los siguientes años de la vida de Adolf Hitler.

Hoy es el cumpleaños de Federico García Lorca. Nunca es mal momento para la poesía.


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Comentarios

Una respuesta a «Adolf Hitler en Viena (7)»

  1. Avatar de José Martín
    José Martín

    Muy interesante la historia novelada que haces de la juventud de A. Hitler.
    Ya con ganas de más capitulos.
    Muchas gracias.

    Saludos

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