Adolf Hitler en Viena (8)

¿Qué es el arte? ¿Quién decide quién es un artista y quién no? Para Adolf Hitler solo había una respuesta. Y fue muy amarga.

En episodios anteriores : Alois Hitler muere de un colapso. Un hombre con una vida complicada. Las mujeres de la familia Hitler. Adolf Hitler, el NiNi. Un muerto de hambre. Quince días en Viena. El Imperio en 1906

7 de Junio.- En Julio de 1907, un pintor malagueño que, en aquel momento, poco menos que se moría de hambre, terminó en París un lienzo de 2 metros 43 por 2 metros 33 centímetros. Era una obra en la que había trabajado intensamente y de la que realizó numerosos estudios preparatorios. Sin embargo, cuando llegó el momento de dar la última pincelada, nuestro pintor tuvo miedo. A pesar de haber disfrutado mucho pintando el cuadro, no estaba seguro de haber pintado una obra maestra o un zurullo pinchado en un palo.

En aquel momento, Pablo Picasso se encontraba absolutamente alejado de la pintura comercial, del estilo dulzón y decadente de los cuadros que los clientes cultos y burgueses colgaban en sus ricos interiores de la belle époque. Cualquiera de los profesores que se habían admirado de la capacidad de Picasso para el dibujo se hubieran escandalizado al ver el lienzo que la posteridad conocería con el engañoso título de „Las señoritas de Avignon“ (engañoso porque las hetairas no estaban en Avignon, en Francia, sino el Carrer d´Avinyó, de Barcelona, famoso por sus lupanares). Picasso, dubitativo, le enseñó el cuadro a alguno de sus amigos (probablemente a aquellos que pensaba que serían más benevolentes juzgándolo) y a todos les pareció un horror. No ya por feo (naturalmente, si uno mira las producciones de los impresionistas, Las Señoritas es feísimo) sino porque no sabían qué hacer con él. Dónde ubicarlo.

Picasso había inventado el cubismo, pero estaba claro que el mundo no estaba preparado.

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A un par de miles de kilómetros de estos acontecimientos (y no solo en el aspecto físico) Adolf Hitler se perdía en ensoñaciones de muy distinto cariz, pero de alguna manera relacionadas. Su madre, Klara, había empezado a experimentar los primeros, agudos síntomas, del cáncer que terminaría matándola pero Hitler, haciendo gala del talento para negar aquellos detalles de la realidad que se interpusieran en el camino de su satisfacción egoísta, no prestaba demasiada atención. En un bucle interminable, aquel joven flaco, provinciano y fantasioso, veía delante de él una película que siempre terminaba bien. En septiembre, pasado el verano, se veía presentándose al examen de la Escuela de Bellas Artes de Viena (en la Schillerplatz, donde aún se yergue hoy el magnífico edificio que Hitler conoció); naturalmente el examen era coser y cantar, a pesar de ser la Escuela de Bellas Artes una de las más rigurosas no ya del Imperio, sino del mundo. Los maestros caían a sus pies, rendidos ante su talento para dibujar opulentas escenas mitológicas y arquitecturas neoclásicas que solo le interesaban ya al vejete que reinaba bajo el nombre de Francisco José primero. Hitler les pedía, ruborizado, que controlasen sus muestras de entusiasmo.

-No, no, yo no soy el Leonardo de este siglo…Quiten, quiten, si yo solo soy un humilde alumno que vengo aquí a aprender…Gracias, gracias, pero no puedo permitir que me dejen saltar cursos. Quiero ser como los demás.

Después, tras años de ser admirado por todos, la graduación y un piso enorme de soltero regido por un ama de llaves elegante, de cierta edad, que actuase como un guardia de tráfico que dirigiese a los clientes que gastarían enormes sumas de dinero. Amores platónicos, damas de la alta aristocracia que se suicidarían por él dejando cartas de despedida impregnadas en perfume de violetas.

En fin, las cosas que le pasan a todos los artistas.

De vez en cuando, naturalmente, Klara Hitler, ya abatida por la enfermedad, se lamentaba de que su hijo Adolf seguía con sus planes „como si estuviese solo en el mundo“ pero no tenía valor para pinchar el globo de las ilusiones de su hijo.

Por fin, a principios de septiembre de 1907, Adolf Hitler hizo otra vez el camino que había hecho año y medio antes y se presentó en Viena.

Llegó el gran día. Adolf Hitler, consciente de que estaba dando un paso muy importante, un paso decisivo para su futuro, traspuso el umbral de la Augusta Casa de la Schillerplatz y se dispuso a demostrar que valía su (escaso) peso en oro.

Nervioso, fue presentando sus ejercicios.

El primer día, fue agotador. De hecho, Hitler pasó las primeras pruebas. No tuvieron la misma suerte más o menos una tercera parte de los aspirantes, que cayeron eliminados en aquella primera tanda.

El segundo día, sin embargo, llegó el diagnóstico fatal. Cuando salieron las calificaciones, Adolf Hitler, católico, nacido en Braunau am Inn, no había sido considerado apto.

Según su propio testimonio, algo se rompió dentro de Hitler. Para siempre. El dolor, un dolor sordo, se abrió paso a través de la incredulidad inicial. Tenía que haber algún error. Una explicación. Necesitaba una explicación. Como fuera. De quien fuera.

Pidió una entrevista personal con el Director de la Academia. Se la concedieron. Preguntó qué había sucedido. Herr Direktor fue concluyente. Sus ejercicios eran los de un aficionado con cierto talento, pero delataban de forma concluyente que Hitler nunca sería un pintor (¿Qué hubiera dicho Herr Direktor si hubiera visto Les Demoiselles d´Avignon?). Por supuesto, ni a Hitler ni al director de la Escuela de Bellas Artes de Viena les cabía en la cabeza que hubiesen caminos del arte que no pasaban por aquella escuela. Su mundo era una organización gremial en la que el arte era una forma algo más lujosa de la artesanía.

Herr Direktor le aconsejó a Adolf Hitler, paternal pero firmemente que, si tanto le gustaban los arcos de triunfo, que estudiase arquitectura. Quizá en esa facultad tendría más suerte. Hundido, Adolf Hitler dejó el despacho de Herr Direktor.

Faltaban nueve años para que Picasso considerase que había llegado el momento de exponer Las Señoritas de Avignon por primera vez.

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