Adolf Hitler en Viena (11)

Cuando Hitler volvió de Viena lo hizo abrigando una ilusión que tuvo un desenlace amargo.

En episodios anteriores : Alois Hitler muere de un colapsoUn hombre con una vida complicadaLas mujeres de la familia Hitler. Adolf Hitler, el NiNi. Un muerto de hambreQuince días en Viena. El Imperio en 1906. Les demoiselles d´Avignon. El médico. Una esperanza.

19 de Junio.- Frau Roller se sentó al escritorio en el que todas las semanas despachaba la correspondencia. Se trataba de un mueble de estilo, que imitaba el estilo Luis XV con algunas pretensiones de elegancia. Tomó un abrecartas que figuraba una espada arabizante y abrió la misiva que había recibido de la Sra. Hannisch, la amiga de la madre de Hitler. Contestaba a su carta anterior en la que le notificaba que su hijo estaba dispuesto a recibir a Hitler.

La Sra. Hannisch, arrobada, le escribía lo siguiente:

Tus esfuerzos los habrías visto recomepnsados con solo mirar la cara de este joven, radiante de felicidad, cuando le llamé para enseñarle tu carta. Se la entregué, así como la escrita por el director Roller. La leyó despacio, palabra por palabra, como si pretendiese aprendérsela de memoria, como con devoción. Una sonrisa asomó a su cara al término de la silenciosa lectura de la carta. Con ferviente agradecimiento me la devolvió. Me preguntó si le permitía escribirte para expresarte su gratitud”.

Junto a la carta de su amiga había otra, esta vez escrita por el propio Adolf Hitler en persona.

Frau Roller arrugó la nariz al reconocer en el estilo rebuscado una burda imitación de la elegancia.

Gnädige Frau por aquí...Gnädige Frau por allá…Suspiró. No sabía si había hecho bien al convencer a su hijo de que recibiese a aquel pelagatos. Al fin y al cabo ¿Qué se sabía de él? Viena estaba llena de indivíduos semejantes !Todo el mundo quiere ser artista en estos días! Movió la cabeza. Leyó la carta en diagonal y llegó al final:

…De nuevo le expreso mi agradecimiento más sentido y sincero, quedando de usted, después de besar con todos los respetos su mano, suyo, Adolf Hitler”.

Probablemente, después de la muerte de su madre, Hitler volvió a Viena desde Linz pensando que su suspenso en los exámenes de acceso en la Escuela de Bellas Artes de Viena habían sido un lamentable error del destino que se corregiría pronto.

Conociéndole, como nosotros le conocemos ahora, es posible que durante aquel viaje y los días que mediaron entre su llegada a Viena y su entrevista con Roller, Hitler imaginase una y mil veces su encuentro con Roller, quizá como el encuentro entre dos almas sublimes destinadas a entenderse, Roller siempre en el papel de sabio maestro, Hitler en el papel de sufrido pero brillante discípulo.

Hitler jamás habló de aquella entrevista, pero el caso es que no dio los resultados que Hitler hubiera deseado. Probablemente, el director Roller le aconsejó trabajar, formarse y presentarse de nuevo a los exámenes de la Escuela de Bellas artes en otoño.

Lo cierto es que Hitler contó después que los cinco años siguientes serían “los más oscuros de su vida”. Su reelaboración posterior (para “Mi Lucha”, una autobiografía destinada a engrandecer su mito) habla de pobreza, de trabajos precarios, de unas dificultades que le purificaron hasta el punto de que sus sentidos se afilaron y, como San Pablo, experimentó una comprensión que le ayudó a ver Viena como lo que era en realidad, una metrópoli decadente, el epítome de un orden de cosas que convenía destruir.

Lo cierto es que, por lo menos al principio, la situación económica de Hitler no era ni mucho menos precaria y, si hubiese actuado con un poco de sentido común y hubiera buscado un trabajo hubiera podido vivir bastante bien. Hitler tenía en aquellos momentos la parte de la herencia de su padre, la herencia de su madre y, además, cobraba una pensión de orfandad por ser menor de edad.

En total, unas ochenta o cien coronas al mes, que era lo que en aquella época ganaba un pasante de abogado.

Durante la segunda mitad de febrero de aquel año, llegó a Viena August Kubicek, el único amigo de Hitler, como ya recordará el lector. Le había convencido de que empezase a estudiar en el conservatorio. A partir de ese momento vivieron en casa de una señora polaca llamada Maria Zakreys, en el número 29 de la Stumpergasse (el edificio aún existe y está más o menos como en la época de Hitler).

Kubicek, el cual, después de la guerra contaría su versión (poco fiable en los detalles) de su vida con Hitler en aquella época) siguió estudiando en tanto que Hitler continuó haciendo su vida de nini, ya sin ningún tipo de presión para comportarse de manera un poco razonable. Se levantaba al mediodía, se arreglaba y se echaba a la calle. Paseaba por Schönbrunn, iba a los museos, admiraba las edificaciones de la Ringstrasse y, obsesivamente, iba a la Ópera. Después recordaría haber visto 30 o 40 veces Tristán e Isolda.

En el próximo capítulo nos ocuparemos de todas las formas en que consiguió convertirse en el campeón mundial de la pérdida de tiempo.


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