Coronología (2): el placer

¿Se han fijado mis lectores en que, desde que empezó la crisis del coronavirus, el placer se ha convertido en algo sospechoso?

7 de Junio.- Cuando yo era un niño y más o menos hasta mis veinte años, mi abuela María vivió con nosotros.

En estos días del coronavirus me acuerdo mucho de ella. Mi abuela era una mujer educada a la antigua usanza española, lo cual significa que era una persona monolíticamente católica. Es más: le parecía que en el mundo no se podía ser otra cosa que católico, no porque fuera una religión fenomenal y que explicase las cosas de la vida (de esta y de la otra) mejor que ninguna otra, sino porque el mismo Dios, como todo el mundo sabe era, según ella, católico.

(Bueno, esto lo han dicho los papas hasta hace muy poco, así que mi abuela lo único que hacía era seguir la opinión general).

La idea de Dios, la idea misma de la vida, de lo que está bien y de lo que está mal, tal como la entendía mi abuela y la entienden todavía hoy millones de creyentes en todo el mundo, está fuertemente influida por el antiguo testamento.

El antiguo testamento, o sea, la parte de la Biblia que nos legaron nuestros inteligentes primos hermanos, los judíos, está presidida por una noción de Dios que tiene que ver con la noción premio-castigo.

De hecho, se puede ver el antiguo testamento como una sucesión de situaciones en las que los judíos, a pesar de ser el pueblo elegido por Dios, y a pesar de ser oficialmente monoteístas, se iban por ahí de parranda a adorar a otros dioses (el famoso episodio del becerro de oro o el Baal de Babilonia), hasta que Yaveh, al notar que le estaban poniendo los cuernos con otras divinidades, cogía un cabreo de no te menees y decidía castigar a los judíos por su infidelidad.

La cosa se ponía chunga (porque Yaveh podía llegar tener muy malas pulgas y no le temblaba la mano a la hora del castigo) hasta que, en medio de la tormenta, aparecía un profeta que, o bien hablaba con Dios o bien sabía interpretar sus deseos; este profeta le decía al pueblo judío los sacrificios que había que hacer para aplacar la ira de Dios (generalmente, bien de monoteísmo y bien de penitencia). Los hebreos, arrepentidos, lo hacían. Dios, se calmaba. Pelillos a la mar. Y así, hasta la siguiente.

La religión, así vista (la vida, así vista) tiene un componente transaccional que está saliendo (quizá demasiado) en estos tiempos. O sea, si yo hago lo que Dios me dice (input), Dios cumple la parte del trato y me deja tranquilo o, incluso, me protege (output).

El input suelen ser sacrificios. La renuncia explícita al placer.

Esto hace que, incluso para las personas que no se tienen a sí mismas como creyentes, el placer resulte no solo sospechoso, sino abiertamente condenable.

Aquellos de mis lectores que hayan llegado hasta aquí, quizá se estén preguntando qué porras tiene que ver todo esto con la crisis del coronavirus.

Pues yo se lo explico en un periquete.

A mí me da la sensación de que la CoVid-19 ha supuesto para muchas personas lo que para los judíos suponía que viniera un año de malas cosechas, una guerra ganada por potencias vecinas o cualquier otra calamidad de esas que solían acaecerles a los pueblos de la antigüedad. O sea, la sensación de que algo habremos hecho para merecer esto.

Naturalmente, salvo fanáticos y fundamentalistas, nadie piensa hoy en día que el coronavirus sea un castigo por nuestros pecados, aunque el mecanismo antiguo sigue ahí. Hoy, los pecados son, por ejemplo, la contaminación del medio ambiente, o incluso el haber rozado en el laboratorio alguno de los resortes de la creación (el árbol del bien y del mal) como en esas teorías que dicen que el virus fue creado en un laboratorio, o sea, que el hombre suplantó el papel que le corresponde a Dios.

Quizá por ello, esta crisis ha traido un desprestigio enorme del placer.

Observe, observe el lector cómo en estos tiempos de mascarillas y distancia de seguridad, la mayoría de los profetas de una segunda ola no condenan que tengamos que ir todos los días a trabajar en trenes atestados de gente (y, por lo mismo, de miasmas potencialmente peligrosos) sino esos lugares de Viena, como el Donaukanal, en donde se sientan los jóvenes a beberse una cerveza.

Durante la fase más estricta de las medidas para reducir el contacto social, el Gobierno, en principio, aceptaba como un mal necesario que la gente tuviera que ir a trabajar y pusiera, por lo tanto, en peligro su vida; pero se multaba a una persona que estaba simplemente sentada en un banco y junto a quien pasaba la gente demasiado cerca.

Como todos (yo el primero) tenemos miedo, tendemos a reaccionar como lo hacían los antiguos hebreos y, debido a nuestra concepción de la cultura que mira con suspicacia todos los placeres (no hablemos del sexual) casi nos fastidia que nuestros convecinos, nuestros congéneres, no estén realizando „los sacrificios“ adecuados y no renuncien a los placeres (por ejemplo, quedar con amigos) arriesgándose ellos y arriesgádonos todos, a que Dios, alertado por el despendole, deje caer sobre nosotros todo el peso de su ira.

(¿Me siguen mis lectores?)

No se interprete esto (por favor) como un alegato en favor de la supresión de la obligación de llevar mascarillas o de no guardar las precauciones que el sentido común aconseja. No lo es, de ninguna de las maneras. Sino como un llamamiento a la calma y a la indulgencia hacia aquellos de nuestros congéneres que, por lo que sea (falta de entendimiento o falta de sentido común) son algo menos estrictos con las reglas de lo que quizá conviniese. Devolvámosles al placer y a la despreocupación cierta buena fama que creo que han perdido.


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