CAPÍTULO 11 : El anticristo cotidiano y el fin del mundo semanal

Cuando yo era pequeño, el fin del mundo se anunciaba una vez a la semana. A la larga, era un poco estresante.

Pero ¿Qué invento es esto ?

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11 de Agosto.- El 13 de Mayo de 1981 hacía en Roma un día soleado, primaveral. El papa Juan Pablo II, gran amante de dejarse querer por las multitudes (quizá un rastro de su frustrada carrera teatral antes de engrosar las filas del clero polaco) paseaba por la plaza de San Pedro de Roma en su cochecito, el « papamóvil ». Saludando a este, saludando a aquel, besuqueando niños, repartiendo a diestro y siniestro bendiciones y señales de la cruz. De pronto, entre la multitud, emergió una mano. Al final de la mano había una pistola y del cañón de la pistola (!Pam!) salió una bala que se le incrustó al pontífice en el espacio intercostal.

El papa cayó dentro del vehículo, le rodearon los miembros de su escolta y la multitud detuvo al autor del atentado, que resultó ser un ultraderechista turco, Mehmet (o sea, Mohamed, o sea Mahoma, Ali Acga). El papa se debatió durante varios días entre la vida y la muerte y, aunque sobrevivió, y aún le dio tiempo a perdonar al malasombra que casi le factura antes de tiempo al otro barrio, le quedaron secuelas para el resto de su vida. En el Mundo Católico (España era, aún, parte de ese mundo católico) se siguieron las noticias sobre la salud de Juan Pablo II con la lógica preocupación. El final del siglo estaba cerca, Juri Andropov estaba a la cabeza del bloque comunista, entonces aún ferreamente controlado por la URSS, una URSS que daba más miedo que otra cosa ; Ronald Reagan (que no era ningún Castelar, aunque por fortuna para él, en aquella época no había Twitter) acababa de jurar su cargo hacía unos meses y había empezado ya una revolución neoliberal que le haría famoso, la amenaza nuclear estaba muy presente, caía del cielo la famosa lluvia ácida que dejaba los bosques (donde había bosques) hechos una porquería. Todas estas circunstancias se conjuraron para que mucha gente (entre ellos mi abuelo, dada su conexión privilegiada con el más allá) pensaran que el atentado contra Juan Pablo II era el pistoletazo de salida (o sea, literalmente) del fin del mundo.

Según la gente entendida en aquellas cosas, Juan Pablo II iba a ser el último papa más o menos decente. Después de él vendría el último, el « refinitivamente » último, aquel cuyo reinado marcaría el inicio del apocalípsis, o sea, la llegada del Anticristo (no es casualidad que, en aquella época, se hicieran tantas películas de gente endemoniada y de curas que trataban de expulsar de su cuerpo a los diablos mediante agua bendita, producto que, como todo el mundo sabe, hace que la gente poseida expulse unas babas verdes asquerosas  que se quedaban esparcidas por todo el mobiliario). En fin.

Recuerdo toda mi primera infancia como un rosario de temores a que llegara el fin del mundo el día menos pensado.

Quizá recuerden mis lectores aquel día en el que el diseñador Paco Rabanne predijo que iba a caerse del cielo una estación espacial y a producir un enorme destrozo. O quizá recuerden mis lectores la histeria que desencadenó la llegada del año 2012, fecha en el que según habían previsto los mayas (los pobres) ibamos a irnos todos al otro mundo. O quizá recuerden también mis lectores la histeria que desencadenó el efecto dosmil, que luego ni fue efecto ni fue nada. Pues bien : cosas como estas, en mi infancia, las había por lo menos una vez a la semana

Inasequibles al desaliento (y, por supuesto, al ridículo posterior) había un sinfín de colgados que, una vez al mes, predecían que tal día a tal hora el mundo haría chimpún. Y yo, como era un niño, me lo creía todas las veces, claro.

Mi manera favorita de torturarme era que estallase la tercera guerra mundial (habrá advertido el lector que a mí lo tremendo me tiraba mucho). Recuerdo ir calladito, de la mano de mi madre, por la Calle Real de mi pueblo (San Sebastián de los Reyes) y andar pensando en qué hacer en el caso de que estallase la guerra mundial (mi madre, por suerte, estaba ajena y lo estará hasta este momento a las elucubraciones de su hijo, que era entonces un niño que no levantaba un palmo del suelo).

Recuerdo que se me ponía un nudo en el estómago solo de pensar que estallase la tercera guerra mundial. Mi abuela María contaba muchas cosas de la guerra (civil) y la verdad era que aquello de gracioso no tenía nada. Claro que mi abuela había tenido que vivir la guerra civil que, si bien se mira, había sido la última guerra del siglo XIX y, a todos los efectos, una guerra colonial. Los soldados moros de Franco entraron en Fuente de Cantos, provincia de Badajoz, y se comportaron todo lo bárbaramente que pudieron -y les dejaron- con la población civil -la represión, en Badajoz, fue una de las más duras y sangrientas-; para mí, sin embargo, estaba bastante claro que la tercera guerra mundial iba a ser mucho peor que la de mi abuela, y la destrucción más rápida, porque todo indicaba que iba a ser una guerra nuclear.

Yo no sabía mucho de las bombas nucleares en aquella época -salvo la imagen omnipresente del hongo atómico, que salía cada dos por tres en la televisión- pero desde luego los efectos eran devastadores ¿Qué hacer ? ¿Dónde huir ? El asunto me tuvo ocupado, por lo que recuerdo, varios meses, hasta que llegué a la conclusión de que, si la muerte era instantánea, a lo mejor daba un poco igual toda aquella preocupación. Y que si no lo era, se podría huir a algún sitio.

De todo esto, deducirá el lector que todos los de mi generación, siempre expuestos al fin del mundo, somos un poco supervivientes de una catástrofe que nunca sucedió. O que sucedió mil veces, pero en nuestra imaginación.


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