Cuento de navidad en Viena (1)

Viena es algo más que hermosos edificios y atracciones turísticas. Es más: en el año en que sucede mi historia, en Viena no hubo turistas.

para Tante Resi, in memoriam

24 de Diciembre.- Viena es una ciudad muy fotogénica. Sobre todo en los últimos días del año.

En los televisores de todo el mundo, durante los días de navidad, la capital de Austria relumbra en todo su esplendor salido de otros siglos y es probable que esta calidad de sueño inalcanzable que Austria en general y Viena en particular tienen para muchos venga de que la urbe, durante la navidad, parece uno de esos paisajes quietos, lamidos dulcemente por la nieve artificial, que se ven en esas bolas de cristal llenas de agua que se venden en los mercados que auguran la llegada del Christkind.

En el año en que sucede mi historia no hubo mercadillos, cosa que tuvo a los austriacos,  tan amantes de las tradiciones, sumamente perplejos y como descolocados.

No se desplegó el prodigio que convierte el palacio de Schönbrunn en un ascua de luz en medio de las noches del invierno, ni tampoco los turistas pudieron asombrarse de estar en un lugar que, aceptémoslo, es de los pocos de este perro mundo en donde aún merece la pena vivir.

Y sin embargo es evidente que Viena es algo más de lo que ven los turistas. Es más: dicen las malas lenguas que lo que ven los turistas no es la auténtica Viena, sino un milagro cuidadosamente recompuesto todos los años.

En Viena, por decirlo llanamente, no todo es historicismo.

También hay muchas calles flaqueadas por edificios de los años sesenta, en las que la claridad naranja de las farolas resbala por fachadas sucias llenas de ventanas oscuras, en cuyos huecos brillan lucecitas baratas compradas en los bazares de los turcos. Merry Christmas. Frohe Weihnachten. Trineos baratos en los que cabalgan papás noel fabricados en Oriente. Hacen su función humilde durante unos días y, el día veintisiete de diciembre o incluso el veintiséis por la mañana, vuelven a su letargo en los trasteros, durmiendo durante trescientos cincuenta días del año en cajas de cartón polvorientas en las que pone X-Mas Deko.

Theresia Uhl vivía en una de esas casas y hacía muchísimo que no ponía nacimiento, ni abeto, ni hacía galletas de vainilla, porque no tenía para quién.

En las noches de diciembre encendía la televisión y se conformaba (se tenía que conformar) con la alegría dulzona de los presentadores y se distraía (o trataba de distraerse) con canciones, interpretadas en playback, que insistían en tratar de llevarla a donde ella no quería. Al pasado.

Los vecinos pensaban que Theresia Uhl tenía el corazón duro, que era una mujer seca. Cuando la veían acercarse, cojeando con su pie deforme, los niños dejaban de jugar. Hacía muchos años (casi nadie se acordaba ya) que la doctora Elisabeth Spira, que era una mujer que tenía un don para localizar personalidades extremas, la había entrevistado para la ORF en su serie Altagsgeschichten.

Los vecinos la habían felicitado por su aparición, que había dado testimonio de una forma de ser rígida, digna, en la que estaba proscrita la emoción, cuyo atardecer había empezado un siglo antes, a la muerte del anciano emperador Francisco José. A sus espaldas se habían reido de ella, considerándola antigua, ridícula, pasada de moda.

Theresia Uhl lo sabía perfectamente (soy vieja, pero no soy tonta).

Podía leer en los ojos de sus vecinos la burla e, incluso, el desprecio. Pero había aprendido a vivir con aquello, como un cuerdo que, por circunstancias de la vida, hubiera sido obligado a morar en medio de los locos.

¿Qué sabían ellos? ¿Qué sabían ellos de las largas noches en las que ella tenía como única compañía los recuerdos? ¿Qué sabían ellos del hijito muerto en el campo de prisioneros en la antigua Yugoslavia? ¿Qué sabían ellos los diminutos bolsillos que ella se había cosido en el sostén para poder robar minúsculos pedazos de pan de las cocinas del campo? ¿Qué sabían ellos del hermano que se había muerto en 1941 de una septicemia por una herida inocente en la pierna, que se había hecho jugando al fútbol? ¿Qué sabían ellos del marido que, cuando ella salía de casa a fregar, ya en Viena, se bajaba los pantalones esperando a otras? Cuando se hacía esas preguntas, Theresia Uhl se respondía que lo único que la había salvado (y aún la salvaba) de volverse loca era la estricta educación que le había dado su padre.

Él, un hombre de una pieza, sumamente inteligente, compendio para la hija de todas las perfecciones, le había dado la lección más importante, la que le había permitido llegar hasta aquella navidad extraña y, quién sabía, quizá le permitiera llegar a las navidades que Dios le tuviera reservadas todavía.

-Que espero que no sean muchas.

Todo aquello de lo que no se habla no existe. Y todo aquello que no existe no puede hacerte daño.

Por lo demás, los voluntarios de Essen auf Rädern, la organización que traía la comida a los ancianos, no entraban en la casa. Ella los recibía, coja pero estirada, con las manos cruzadas delante del cuerpo en un ademán voluntarioso que había aprendido en la infancia. No les dejaba pasar a su casa, tan pulcra por lo demás como toda su persona. Los saludaba con una voz extrañamente firme que no invitaba a las confidencias ni al afecto y los chicos, algo intimidados, dejaban la bandeja cubierta por una pieza de plástico y se marchaban, con el alivio de haber dejado atrás una amenaza inconcreta.

Desde hacía años, Theresia Uhl no sabía quiénes eran sus vecinos.

La Frau Haberkorn, su antigua vecina de al lado, una mujer dulcísima y correcta, que también había nacido en la antigua Yugoslavia, como ella, había muerto hacía un par de años, demente. Desde que su pisito había quedado libre, Theresia Uhl se había figurado que escuchaba pared con pared algunas voces, siempre extranjeras y, por lo tanto, potencialmente peligrosas.

De esta manera, Claudia y la Sra. Uhl vivían, ignorándose la una a la otra, separadas por medio metro escaso de ladrillo.

En el año 2008 Claudia había llegado a Viena desde un lugar de España cuyo nombre la Sra. Uhl no hubiera podido pronunciar. Había sido una de tantas expulsadas por la enorme recesión que había echado abajo los frágiles andamiajes de muchas vidas en España. En aquel momento, Claudia tenía, según los que me han contado su historia, unos veintiseis o veintisiete años.

(Continuará)


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