Cuento de navidad en Viena (2)

Aunque quienes la conocían no se ponen de acuerdo, Claudia tenía 25 o 26 años cuando llegó a Viena. Hoy, el penúltimo capítulo de nuestra historia.

Viene de aquí

25 de Diciembre.- Sí: en el año 2008, cuando Claudia llegó a Viena, tenía 25 o 26 años (en esto, las fuentes no se ponen de acuerdo).

¿Y por qué Viena? Tiempo después, la propia Claudia hacía con frecuencia la misma pregunta, sin llegar a una respuesta concluyente. Quizá fuera por aquella oferta de trabajo que había decidido su destino.

Claudia era una de esas personas que prefieren seguir los impulsos de su corazón atribuyéndoles razones cuya sinrazón la razón no entiende.

Lo que sí que recordaba, al principio, era una curiosa sensación de ingravidez, de falta de peso. Todo parecía borroso y los actos tenían siempre consecuencias reparables. Nada parecía auténtico ni definitivo. Era como si la vida se hubiera transformado en una bañera llena de agua caliente.

En España, Claudia había sido una de esas personas que no llaman mucho la atención. De hecho, tanto sus amigos como su familia la tenían por una persona inofensiva, pero sin demasiadas luces. Aunque ni siquiera destacaba por eso porque incluso en su falta de brillantez había algo romo, no sobresaliente. Como decía la canción, si Claudia contaba un chiste, es probable que ya lo hubieras oido antes. Sin embargo, desde que había pisado Viena, Claudia había experimentado una curiosa transformación. Había, por así decirlo, florecido y se había convertido en el centro de una pandilla fluctuante sobre la que ejercía un magisterio no demasiado exigente.

Después de aquel primer trabajo del que ya no recordaba ni las funciones ni el sueldo, Claudia había encontrado otro (el primero de una larga serie) en una tienda de ropa barata de Mariahilferstrasse.

Como era mansa igual que un animal hervíboro, también tenía una paciencia infinita con las clientas, especialmente con las del tipo tiránico, que no se hacen cargo de que una dependienta no es una esclava. Y como había traido de España la costumbre nuestra (tan poco frecuente en Austria) de sonreir en casi todos los momentos y sin que haga falta una razón especial, Claudia se había ido convirtiendo en una especie de mascota de los diferentes trabajos que había ido desempeñando.

Naturalmente, y de contrato de seis meses en contrato de seis meses, los años fueron pasando sin sentir. Como Claudia no había conseguido aprender alemán (tampoco se lo había propuesto mucho, la verdad) vivía perpetuamente rodeada de recién llegados (siempre o casi siempre mucho más jóvenes que ella).

Se iban sucediendo por generaciones, al ritmo que aprendían alemán. En cuanto dominaban un poco la lengua del país, era como si se les abrieran los ojos.

Parecía que, al lograr distinguir el acusativo del dativo, se convencían de que Claudia era una chica simpática, pero sin demasiado que ofrecer aparte de su caudal infinito de excentricidad y de paciencia, y se iban alejando de ella inexorablemente, mientras se convertían en presencias lejanas. Alguna vez, entraban a la tienda en la que la muchacha estuviera trabajando en ese momento y veían a Claudia entre las „burras“ cargadas de ropa de temporada y sonreían con ternura, como se sonríe siempre ante un recordatorio de lo ingénuos que fuimos alguna vez.

Por su paso, Claudia llegó a la siguiente encrucijada de su camino.

Una noche, en una discoteca del Gürtel, aquel chico le llamó la atención. Descubrió demasiado tarde que era una de esas trampas que la vida pone delante de las chicas que no se andan con mucho ojo.

Era, es cierto, guapísimo. Los ojos azules, la cara simétrica de un actor de cine, los labios jugosos, la nariz recta, un cuerpo atlético modelado en parques públicos.

Se llamaba David y era moldavo. A pesar de haber ido al colegio en Austria, no había sido capaz de quitarse un cierto acento, que había quedado enredado en algunas consonantes.

Como suele suceder entre la gente simple, David y Claudia pegaron la hebra por el tema de la espiritualidad y las energías, materias ambas de las que los dos tenían una idea muy poco precisa y, por lo tanto, sumamente flexible.

A toda velocidad descubrieron que estaban hechos el uno para el otro y que el Universo había conspirado para que se produjese aquel encuentro.

Después de dos horas de conversación, David dijo:

-¿Te apetece tomar algo?

Ella dijo que sí. Él pidió dos copas y luego, inaugurando una funesta costumbre, sonrió y le guiñó un ojo:

-¿Te importa pagar tú? Es que me he dejado la cartera en casa.

(Mañana, el último capítulo)


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