Canciller (un cuento de Año Nuevo), 1

Hay una sensación que se repite en todas las culturas, en todas las clases sociales y en todos los países.

1 de Enero.-

Para Maite, que ha visto de cerca a muchos de los que salen por la televisión

Primera Parte

Allegro administrativo

Hay una sensación que se repite en todas las culturas y en todos los países, entre todas las personas, no importa su religión o su clase social.

Una sensación que es instintiva y que, a veces, se presenta como una suave incomodidad y siempre, siempre, como una perplejidad que no se puede formular.

Se produce cuando alguien anónimo ve en persona a alguien al que está acostumbrado a ver por televisión. La reina es una señora bajita, el futbolista (Dios del balón en épocas pasadas) un abuelo que lleva bastón y que necesita apoyarse en el brazo de otra persona para poder enfilar el mar incierto de un pasillo. Las personas que, por su trabajo, viven en plano medio ( presentadores de magazines y de telediarios, cantantes de éxito) tienen la cabeza más grande que los demás, como si la función crease el órgano.

Herbert Müller, a pesar de que por su biografía, por su clase social, por su origen familiar, hubiera debido estar acostumbrado a encuentros semejantes, sintió esa misma sensación de irrealidad la primera vez en que se quedó a solas con el que iba a ser su jefe, el canciller. Un hombre de edad parecida a la suya pero animado por impulsos, como luego se verá, muy diferentes.

Al natural, pensó Müller, se notaba mucho más que el canciller iba maquillado. Un maquillaje graso y espeso del que nadie hablaba, quizá por ser evidente o quizá por considerarse uno de los avíos imprescindibles del poder del mandatario.

Incluso, pensó Müller si el maquillaje no sería una especie de defensa contra el escrutinio de los envidiosos o, simplemente, de los condescendientes.

Aquel día, el canciller se había enfrentado al escrutinio de los periodistas, cosa usual en aquel año de pandemia en el que menudeaban los anuncios (y a veces, los anuncios de otros anuncios, siempre dento de la laberíntica estrategia de los relaciones públicas).

Aquel primer saludo entre los dos hombres se desarrolló en un ambiente de distancia que tenía más que ver con la que mediaba entre ellos laboralmente que con la llamada „distancia social“ que los médicos imponían por aquellos días.

El canciller fue correcto y no trató de ser simpático (Müller respiró aliviado, porque aborrecía la falsa sencillez de los poderosos hacia sus subordinados). La conversación entera se desarrolló en un clima algo decimonónico. El canciller le explicó lo que se esperaba de él, Müller acudió a las fórmulas usuales de obediencia. Entre los dos, flotaron ya para siempre los sobreentendidos.

Para el canciller, Müller sería, a partir de aquel momento, una parte no demasiado importante de su paisaje cotidiano. Un elemento asistencial que le traería papeles a la firma, que tendría la obligación de responder a sus preguntas. Alguien de quien se esperaba que tuviese a mano datos precisos que ayudasen al Gran Hombre a realizar la tarea de la Gobernación. Una tarea muchísimo más importante, en opinión de todo el que tenía criterio, que cualquiera que Müller pudiera realizar en todos los días de su vida.

Cuando la breve entrevista de bienvenida terminó, Herbert Müller cerró tras de sí la puerta del despacho del canciller y respiró aliviado. Abandonó la zona noble de la cancillería (aquel palacio entre cuyos muros un Don Nadie como él había inventado hacía siglos la tarta Sacher) y se propuso camuflarse lo más posible con el equipo gris de personas que tenían como responsabilidad fundamental el hacer que, ante las cámaras de los periodistas, el canciller, aquel hombre joven siempre maquillado con esmero y peinado como un vampiro transilvano al que le gustase la luz del día, aparentase sostener en sus manos, sin vacilaciones, las riendas de la Nación.

Mientras sus pasos sonaban por aquellos pasillos enmoquetados, Herbert Müller experimentaba también la ligera intranquilidad del impostor. Sabía que, si estaba allí, se debía a que su padre Adalbert Müller, era una de las eminencias en la sombra del Partido en el Waldviertel.

Müller senior, integrante de una de esas organizaciones regionales de agricultores solidas pero, a juicio del hijo, infinitamente tediosas, que eran una de las columnas vertebrales la fuerza política, se había ocupado de que sus siete hijos hicieran buenas carreras (preocupación que empezó con aproximarles lo más posible a los lugares en donde se formaban las élites del poder austriaco desde los tiempos de la emperatriz Maria Theresia).

Con Herbert, debido a su talante reflexivo y soñador, era con el hijo que había tenido más problemas.

Desde niño, Müller junior había sido un lector empedernido, lo cual había tenido dos efectos adversos a los ojos de su padre: había desarrollado una capacidad de curiosidad, de comprensión y de empatía muy fuera de lo normal (en algunos aspectos excesiva) y una distancia frente a los aconteceres del mundo que le había vacunado contra cualquier tentación de llegar desempeñar puestos de poder.

Una humildad (o una frialdad, quién sabe) que no le gustaba nada al poderoso agricultor de Baja Austria.

-Mi hijo es más bueno que el pan -decía el padre y lo decía (y lo había dicho toda su vida) como quien emite el diagnóstico de una discapacidad.

Como diciendo „esta pobre criatura dependerá de mí toda su vida“.

Pero allí estaba, Herbert Müller, en el corazón del poder que bombeaba constantemente ordenanzas, limitaciones, en el que se tomaban las decisiones y se preparaban las cumbres en Bruselas y las visitas oficiales.

Mientras rumiaba sus primeras impresiones sobre el canciller, Herbert Müller recibió el encargo de reformular en su distinguido alemán, adquirido en el Theresianum, una nota de prensa cuyos puntos más importantes habían sido elaborados en unos términos abstrusos por los servicios jurídicos de la Cancillería.

Era un trabajo rutinario al que nadie daba excesiva importancia. La nota, deshuesada, aparecería en las webs de los periódicos digitales y luego se quedaría para siempre en el inacabable archivo de internet, como un copo de nieve que se integra en la zona de nieves eternas de una montaña.

Todo el mundo sabía que gran parte de aquellas confusas ordenanzas, al tener como escenario el domicilio particular de los austriacos, dependían en la práctica de lo dispuestos a obedecer que estuviesen los ciudadanos, pero tanto el canciller como sus asesores confiaban en que el prestigio que, a este lado del Danubio, bendice a cualquier cosa que el Gobierno emita, harían que los ciudadanos (por lo menos los menos críticos, que son los que forman la mayoría de nuestras sociedades) pasaran por alto esta irreparable carencia.

Al objeto de divertirse algo con aquel encargo, Müller jugó a pensar que era un falsificador. Y claro, la tarea de un falsificador (de un impostor) es hacer que las mentiras suenen creíbles. Verosímiles (o sea, similares a la verdad). Cuando terminó, muy satisfecto, creyó haberlo conseguido. Leyó la nota para sí y, como el músico experto que reconoce una tonalidad o el pintor que da con el tono exacto de un elemento del cuadro, reconoció en el texto esa cualidad surreal que tienen todos los artefactos hechos para ser creidos

(continuará)


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Comentarios

Una respuesta a «Canciller (un cuento de Año Nuevo), 1»

  1. Avatar de PFLIGER6756
    PFLIGER6756

    Thank you!!1

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