Canciller (un cuento de Año Nuevo), 2

La cercanía al Gran Hombre empezó a prestarle a Herbert Müller un brillo muy agradable entre sus paisanos.

2 de Enero.- Puedes encontrar la primera parte de esta historia aquí

SEGUNDA PARTE

Andante curioso

En casa de los Müller la asistencia a la misa dominical se llevaba como un deber religioso pero, sobre todo, como un deber social. Determinado grupo de gente a la que convenía pertenecer iba a misa y uno no se podía permitir el lujo de que no le asociaran a determinado grupo de gente.

Con esa clarividencia que tienen a veces aquellos que se han formado leyendo novelas desde su infancia, Herbert Müller sabía que, a pesar de sus protestas de piedad (o quizá debido a lo ruidoso de ellas) su padre no creía en Dios.

La iglesia (y la Iglesia) le ofrecían al partriarca de los Müller esa especie de mullida sensación de estar en el sitio correcto acompañado de la gente correcta con la que goza cierto tipo de personas inseguras.

Cada domingo, desde su niñez, Müller hijo sentía la admiración del resto de los habitantes de su pueblo cuando la familia, encabezada por el patriarca, ocupaba los bancos más prominentes del templo.

Un homenaje tibio en el que nadaban como entre las olas mansas de un mar tropical.

Ahí están los Müller“ decían todos los que, de alguna u otra manera, les debían un favor (eran muchos) y, como si oyera sus pensamientos, Müller padre se esponjaba y, en los meses de aquellos inviernos anteriores al cambio climático, dejaba sobre el banco el sombrero que protegía del frío su calva inmaculada, que era una ensenada de carne fofa enmarcada por una mata de pelo gris muy crespo.

Lo hacía con un movimiento fluido, episcopal, y el sombrero se transformaba entonces en un signo de su éxito.

Hasta el momento en que se desarrolla nuestra historia, pocos paisanos se habían fijado en Herbert Müller cuando entraba en la iglesia acompañado de sus hermanos.

La carga de aumentar el brillo del prestigio familiar había recaido en los otros seis hermanos (tres mujeres y tres varones). Ingenieros, auditores, el director de la sucursal local del Bawag. Ellas, dedicadas a trabajos no menos prominentes pero que, sin embargo, abandonarían transitoriamente después de las sucesivas maternidades.

Sin embargo, durante aquella primavera y los principios de aquel verano, Herbert Müller se convirtió en un hombre medianamente famoso en su localidad de origen. Se acercaba a hablarle gente que nunca le había dedicado más que miradas vacías. Las madres le hablaban de sus hijas, los hombres discutían con él asuntos de actualidad y callaban esperando su docta opinión. No en vano se suponía que él tenía que estar informado de todo, ya que trabajaba en las cercanías del Gran Hombre que había vencido al virus y que, antes de vencer al virus, había transformado la vida de todos los conservadores austriacos..

Gracias al joven canciller ser conservador, católico, volvía a contar para algo. Antes de su llegada, el Partido no perdía votantes, se le morían de viejos, directamente. Había algo vergonzantemente anticuado, contumaz, en sostener determinados valores. La misma palabra, valores, se decía cambiando la voz, como si se leyera un texto en cursiva.

Cuando el canciller había accedido a ese núcleo silencioso en donde vive la gente de la que todo el mundo habla, había demostrado que se podía ser conservador y joven, y conservador y dinámico. Y conservador y modern…Bueno, conservador.

Los mismos hermanos de Herbert Müller habían empezado a asistir con gusto (y no como a una obligación enojosa) a los cursillos de liderazgo que el Partido impartía en desangelados locales pertenecientes a universidades privadas. De pronto, los hermanos Müller se sintieron exclusivos, señalados por el dedo de ese Dios que el párroco invocaba desde el púlpito todos los domingos.

Misio habemus: ser líderes.

En aquellos cursos no se decían más que obviedades, claro está, aliñadas con algunos principios elementales de tecnocracia. Pero eso sí: el liderazgo dichoso y las cuatro palabras de inglés para negocios que entran en cualquier caletre, no se le caían a nadie de la boca.

Herbert Müller siempre había pensado con excepticismo en aquellos cursillos, pero en el fondo había envidiado a sus hermanos. La insistencia de su padre en que asistieran (para aprender pero, sobre todo, para conocer a gente) le había parecido una manifestación de su predilección.

Sin emabargo, a principios de aquel verano, el prestigio de Herbert Müller empezó a prestarle un brillo social que le resultó muy agradable. Un poco como un premio modesto pero inesperado de la lotería.

No hizo falta mucho tiempo para que en aquellas conversaciones al lado de la piscina, durante las cuales siempre se consumía café con helado de vainilla al gusto del país alguien se atreviera a preguntarle a Herbert Müller cómo era Él.

-¿Él? ¿Quién? -sonreía Müller, detectando ese respeto supersticioso y esa curiosidad de quien encuentra un puente con alguien que sale en la televisión.

!Na ja! ¿Quien va a ser?

Al principio, Herbert Müller era muy prudente. No, si yo solo le veo de lejos. Él no se mezcla con nosotros. Es como cualquier otro jefe. En televisión parece más alto.

Ante esta reacción, los había que tomaban a Müller por lo que no era (!Qué modesto es! un Müller que no se hubiera pegado a un canciller como una lapa no sería un Müller con todo lo que hay que tener) pero también los había que se desilusionaban. Su entusiasmo se desinflaba. Dejaban de distinguir a Herbert con la cálida luz de su curiosidad. Herbert dejaba de ser alguien fuera de lo común para convertirse en el Herbert de siempre, en el componente mediocre de un septeto de hermanos que llevaban, como el patriarca, el liderazgo escrito en la cara.

Y aquella zona de sombra que se iba formando ante él, a qué negarlo, le dolía.

(continuará)


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