Canciller (un cuento de año nuevo) y 3

Antes de que se termine la primera semana del año, tenemos que atar algunos cabos que habían quedado suelto. Viena Ficción para la sobremesa del sábado.

9 de Enero.-

La primera parte de esta ficción, se puede encontrar aquí.

La segunda parte, en este otro link

TERCERA PARTE

Finale con fuoco

Adalbert Müller, tembloroso, cerró muy despacio, tratando de no hacer ruido, la puerta del despacho del canciller. La secretaria pudo verle absolutamente descompuesto, con la calva patricia empapada de sudor, los ojos brillantes. La entrevista había durado escasamente cinco minutos. Cosa bastante atípica, tanto por parte del canciller, que trataba con esmero a los puntales del Partido Conservador -y Adalbert lo era- como del propio Müller, el cual era un hombre que, en las pocas ocasiones en que viajaba a Viena, gustaba de alargar las conversaciones con el Gran Hombre.

La secretaria conocía el paño y tenía instrucciones expresas de su jefe de limitar estas largas y tediosas entrevistas en las que, generalmente, se hablaba de pájaros y flores, y que entorpecían el cumplimiento de otros cometidos importantes.

Müller atravesó la antesala, respirando con dificultad,y la mujer se preocupó. Al fin y al cabo, se trataba de un señor mayor. Población de riesgo.

-Se…Señor Müller ¿Está usted bien?

El hombre, sobre el que parecía haber caído en cinco minutos un peso enorme, afirmó con la cabeza. Luego, como obedeciendo a un reflejo aprendido desde la más tierna infancia, se recompuso con dificultad y, tratando de encontrar restos de una dignidad que había desaparecido misteriosamente, le dijo a la secretaria:

-¿Podría…Podría usted localizar a…Mi hijo?

La secretaria conocía a Herbert Müller de vista. Llevaba algunos meses trabajando en la cancillería, integrando un equipo en el que no destacaba demasiado, pero en el que tampoco desmerecía. Una de tantas piececitas del equipo de comunicación del premier más joven de la Unión. Americanas entalladas, pantalones slim fit y una corbata de colores discretos. Zapatos brillantes y, entre las dos orejas, un cerebro diseñado para la adulación.

-Siéntese, ahora mismo le llamo ¿Le traigo un café?

-No, gracias.

Adalbert Müller empezó a salir de las tinieblas de un profundísimo oprobio para ir conquistando poco a poco las cumbres ardientes de una cólera jupiterina !Nunca! Nunca había pasado tanta vergüenza como durante los cinco minutos en los que había estado hablando (si es que a aquello se le hubiera podido llamar una conversación) con el canciller.

Y su hijo…!Ay, su hijo! Ese engendro de hiena y de chacal, esa criatura estúpida, vanidosa…Adalbert Müller seguía sudando, con los puños apretados, intentando contener las ganas de gritar.

¿Cómo había podido ser tan imbécil? ¿Cómo no lo había notado?

El patriarca de los Müller, sobreponiéndose a la intensa, a la quemante sensación de ridículo, rememoró el proceso que había presenciado, el de la construcción de la mentira con la que su hijo les había embaucado a todos.

La gente le preguntaba…¿Cómo es él? ¿Cómo es el canciller? Y él contestaba al principio con modestia, naturalmente, con modestia ¿Cómo iba a contestar? !Si no tenía ninguna relación con él! Sin embargo, no debían de gustarle las caras de desilusión. Y empezó a…Empezó a...!Era inaudito! !Inaudito! !Increible!

Un sábado llegó de Viena, en su lujosa berlina, se bajó y, después de saludar a su padre respetuosamente, deslizó en la conversación un nombre propio. El nombre del canciller.

Adalbert Müller recordó que se había sentido orgulloso. Su hijo, como un Müller de ley, había empezado a trabar un contacto estrecho con el segundo hombre más poderoso de Austria. Calló, sin embargo, e hizo como si no notara la alusión.

Al sábado siguiente, su hijo deslizó el mismo nombre, acompañado de algunos detalles más, en una conversación en la que había más gente presente. Se produjo un murmullo, como si los asistentes a aquella escena, que parecía sacada de un cuento ruso, hubieran sentido un cosquilleo.

(!El Gran Hombre! Schau, schau... El que creíamos que era el hijo tonto de los Müller se codea con el canciller…Sí, sí, tonto…El día menos pensado…).

Sentado en la antecámara del despacho del canciller, Adalbert Müller quería morirse, morderse los puños,

Su hijo Herbert había acudido a él. Le había pedido que mantuviera en secreto que el canciller le había invitado a cenar a su casa. Ya sabes, papá, a Él no le gustaría que se supiera…No le gustan los favoritismos.

Y él se había hinchado como un pavo !Como un pavo!

Y naturalmente -ahora lo veía- había corrido a contarle a Engelbert Neuhausen que su hijo…Que su hijo…

-No se lo digas a nadie. Te lo cuento a ti porque eres de confianza, Engelbert. Ya sabes que a Él…- y al decir pronombre personal se le había puesto cara de E mayúscula. Sobraba cualquier aclaración.

La secretaria del canciller regresó a la habitación, repitió el ofrecimiento de café, té, una infusión.

-No está localizable, parece que está fuera de la cancillería. Perdone que le pregunte esto pero, señor Müller, ¿Es urgente?

Es vital, señorita. Vital.

La secretaria se sentó a su mesa y, teléfono en mano, redobló sus esfuerzos para localizar al hijo pródigo.

A la semana siguiente, Adalbert Müller le había preguntado a su hijo por la cena y él se la había relatado, confidencialmente, con todo lujo de detalles.

-No se lo habrás contado a nadie ¿Verdad?

-No, hijo. Tranquilo.

-Sabes que me la juego.

A aquellas horas, por supuesto, las aventuras de Müller hijo andaba en lenguas por el pueblo.

Poco a poco, se había ido consolidando la noción de que Herbert Müller y el canciller eran uña y carne.

El padre recordaba cómo aquella noción había convertido a su hijo en una pequeña celebridad…Y él…Él no era naturalmente amigo de utilizar los contactos para...Adalbert Müller sacó del bolsillo un pañuelo blanco, primorosamente planchado, y se lo pasó por la calva reluciente. La secretaria del Gran Hombre levantó los ojos del teclado del ordenador para mirarle, de nuevo, con preocupación.

No, no era amigo de utilizar los contactos, pero claro…Tratándose de su hijo…Hubiera quedado raro.

Engelbert Neuhausen necesitaba…La pandemia estaba haciendo estragos en la economía. Quizá, si el canciller pudiera…Él tendría un permiso especial…Y claro, tu hijo se lleva tan bien con Él…

Adalbert Müller le había planteado a su hijo la cuestión sin más rodeos y el hijo se había puesto muy serio.

-No, papá, no puede ser ¿Qué te crees? Él -!El! !Siempre Él!- Él tiene muy presente lo de Ibiza.

-Pero tú, Herbert…Tú tienes una relación con él. Una amistad.

-Hombre, tanto como una amistad…

-No seas modesto, hombre !No seas modesto! Si a estas alturas no tienes una amistad con Él, es que no eres hijo mío, Herbert.

Claro -pensó Müller senior– en aquel momento se había explicado la resistencia por la…Por la modestia…Y, bueno, su hijo no había tenido nunca demasiadas luces.

Había insistido tanto que al final…

-Ya se lo he planteado. Se lo dije ayer…

-¿Y qué te dijo?

-Neuhausen…Neuhausen…Ese hombre me suena.

-!¿No le va a sonar?! En la última convención del partido, en Mauerbach, le estrechó la mano.

-Pero me ha dicho que mejor que vayas a verle tú mismo y le cuentes en detalle.

-Pediré cita.

La había pedido…!La había pedido! Y…Por supuesto, Él no sabía nada. Nada. Nada de nada.

Todo era mentira. La cena. Los viajes, la complicidad, la amistad. Solo aquellos ojos vacíos. El canciller y sus ojos vacíos clavados en él mientras él trataba de…Trataba de…Qué vergüenza…Neuhausen…Qué vergüenza…

Sonó el teléfono. Tras dejarlo sonar dos veces, la secretaria descolgó el auricular. Al colgar, pálida, dijo:

-Herr Müller…La policía…La policía ha encontrado a su hijo.


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