Mercado de libros en Lemberg

Usted puede ser un analfabeto (y, a lo mejor, no lo sabe)

Mercado de libros en LembergTodos los días me enfrento, como periodista, a una nueva clase de analfabetismo. Es necesario que una gran parte de la población vuelva a « aprender a leer ».

16 de Noviembre.- Mi generación es una generación bisagra. Hemos crecido entre dos mundos : el de antes de internet y el de después de internet.

Durante nuestro periodo de formación, la red pasó de ser un territorio dominado por jugones y frikis a convertirse en el espacio en el que todos nos relacionamos y en la herramienta que todos tenemos que utilizar para gestiones de nuestra vida cotidiana, desde comprar un billete de avión, hasta informarnos.

Cuando nosotros abrimos los ojos al mundo, internet era todavía un territorio lleno de promesas. Algunas han resultado tan geniales como esperábamos. Por ejemplo, las comunicaciones se han hecho enormemente rápidas.

Sin ir más lejos : ayer, uno de mis mejores amigos, que vive en Lima, me mandó un Whatsapp para decirme que su hermana, que vive en Madrid, me había visto en las noticias de Antena 3, diez minutos después de que yo saliera en el informativo. También hemos podido acceder a cantidades de información que al crío que yo fui, el que hacía sus trabajos del colegio copiando pacientemente el diccionario enciclopédico Salvat, le hubieran parecido utópicas.

En otras cosas, como la pandemia ha hecho evidente, no hemos tenido tanta suerte.

Una mujer leyendo

LA HISTORIA RIMA

Mi generación ha vivido, en un periodo de tiempo cortísimo, una revolución comparable a la que supuso la imprenta. De hecho, en mi opinión, la revolución que supuso la imprenta tiene muchas cosas en común con la revolución que ha supuesto internet.

Como no cesa de repetir el profesor Julián Casanovas con toda la razón, « la historia rima ».

Me interesa mucho este paralelismo, que los lectores de Viena Directo van a entender perfectamente con un par de ejemplos.

La aparición de la imprenta supuso un cataclismo de proporciones brutales y no es descabellado afirmar que la apertura de lo que podríamos llamar « el mercado de la información » súbita y sin una preparación previa de la sociedad contribuyó de forma decisiva a que se hicieran más sangrientas convulsiones como las guerras de religión o la revolución francesa.

Gutenberg inventó, sobre todo, un medio fácil y barato de difundir información. Todo tipo de información, por cierto. Buena y mala, real y falsa, propaganda y estadísticas, la Biblia y los protocolos de los sabios de Sión, Danielle Steele y Tolstoi. Todo.

A partir de Gutenberg, manejar una imprenta, apenas una variación de una prensa corriente para uvas, estaba al alcance de cualquier mentecato (aunque es tradición que los impresores son gente por lo general muy culta) y, sobre todo, exigía una inversión que, si bien no estaba al alcance de cualquiera, resultaba infinitamente más accesible que la de montar un scriptorium.

El papel, además, era y es un material infinitamente más barato y fácil de manejar que el pergamino y, por supuesto, cada vez había más gente (burgueses, de burgo, ciudad) que sabía leer y estaba deseando robar el fuego de los dioses. Como pasa siempre, no se sabe qué fue primero, si las condiciones o la tecnología necesaria para sacarles partido.

NUEVAS VARIABLES QUE NO SON TAN NUEVAS

A estas alturas del siglo veintiuno a nadie se le escapa que internet ha dinamitado el sistema de costes de los medios de comunicación, pero no solo, como ahora veremos. Mutatis mutandis, las grandes cabeceras que dominaron el siglo pasado o las televisiones, exigían, como los escriptoria, un desembolso de capital enorme.

Esto tenía dos consecuencias fundamentales : la comunicación la controlaban los ricos y los medios de comunicación eran, por decantación, imanes de lo mejor del talento de cada generación y se convertían en el filtro de la opinión culta y en la referencia de lo que el conjunto de la sociedad pensaba en cada momento.

La mera mención de una fuente acreditada, como la BBC, por lo tanto, se convertía en un sello de fiabilidad.

Hoy en día, este servidor de todos sus lectores puede tener en su casa un estudio de televisión cuyo funcionamiento tiene un nivel de complejidad mínimo y puede escribir todos los días un periódico que varios miles de personas utilizan para informarse.

Todo a un coste que, en equipo, no llega a los dosmil euros. Yo no soy rico, pero tampoco soy pobre. En un país normal hay millones de personas que, si estuvieran tan enamoradas de su trabajo como lo estoy yo, podrían hacer lo mismo.

Hay otro factor que suele pasar desapercibido cuando se habla del surgimiento de la imprenta y al que, en mi opinión, no se le presta tampoco la atención que se merece cuando se escribe o se piensa sobre internet : además del de los costes, Gutemberg rompió otro monopolio, otro consenso, no por menos evidente menos decisivo. Es este: los monjes que controlaban la producción de libros editaban o copiaban siguiendo un criterio básicamente ideológico guiado por dos vectores fundamentales : por un lado, el proselitismo religioso o la meditación teológica, por otro, la conservación de un saber con el que, algunas veces, no sabían bien qué hacer pero que reciclaban a su modo, como hacían con los camafeos romanos o con las bañeras, que transformaban en sepulcros.

Gutenberg introduce un factor nuevo en la ecuación : el dinero, el factor comercial.

Hasta Gutenberg y todavía durante un tiempo después, los libros eran objetos costosísimos y muy escasos, casi mágicos, que se producían ex profeso atendiendo a criterios altruistas y que se regalaban, se donaban o se conservaban con respeto reverencial. Algunas de esas piezas han llegado a nuestros días y, en términos actuales, solo estarían al alcance de las más grandes fortunas. Un libro de horas tenía el valor (y, sobre todo, era tan raro) como un cuadro de Van Gogh.

A partir de Gutenberg los libros se hacían para influir y, aunque las tiradas no fueran comparables con las de ahora, su influencia se medía en el número de ejemplares que vendían ( era la manera, entonces, de decir « me gusta »).

La diferencia está clara. Un monje pensaba en el valor artístico, literario, relgioso o «técnico » de una obra, en su rareza. Un impresor pensaba en motivar a la gente para que se gastase dinero en sus libros y así producir cuantos más, mejor (supongo que al lector no se le pasará por alto la semejanza con el deseo de Mark Zuckerberg de que convirtamos cualquier video de gatitos en un objeto viral).

No es casualidad que, en esta época, surgiese en Europa la literatura de entretenimiento.

LOS LIBROS (TAMBIÉN) PUEDEN UTILIZARSE PARA MENTIR

En los años posteriores a la invención de la imprenta nace también la propaganda. O sea, la acción consciente de maquillar la realidad (o mentir) para conseguir un objetivo político.

La propaganda, sobra decirlo, es un fragmento de discurso que, ante todo por interés en su propia supervivencia, pide y quiere una reacción emocional del receptor. En la mente de quien produce propaganda (pensemos en Goebbels) la verdad es un concepto absolutamente secundario.

La propaganda tiene su época dorada en los momentos de transición entre tecnologías de la comunicación y es muy fácil saber por qué : porque coge a todos sus receptores sin armas para defenderse contra ella.

En otras palabras : cuando los libros llegaron a las masas durante el renacimiento y la edad moderna, esas masas no tenían manera de distinguir la información fehaciente de la propaganda. Seguían conservando la idea de que lo escrito era prestigioso de por sí. No estaban preparadas para asumir que, en determinados casos, el libro mentía y, por lo tanto, todo lo que veían impreso era, para ellos, veraz.

Esas masas lectoras tuvieron que conquistar trabajosamente el contexto, la capacidad de preguntarse, ante un mensaje el por qué se había elaborado y a quién beneficiaba su difusión.

Supongo que a estas alturas el lector se habrá dado cuenta de los enormes paralelismos entre la época de Gutenberg y la nuestra.

Por resumirlos :

Internet ha dinamitado el oligopolio de la información y, con él, el sistema de filtros que permitía a un lector u oyente medio saber dónde estaban las opiniones más fiables.

Internet ha destruido el sistema de costes que actuaba como filtro hasta el punto de que, como cualquiera que esté en Instagram sabe, hay más productores que consumidores porque cualquiera puede ser un productor de información.

-Internet ha desarbolado el sistema crítico de una parte nada despreciable de las poblaciones occcidentales, sumiéndolas en un analfabetismo digital que les impide distinguir lo verdadero de lo falso, o lo fiable de lo falaz.

Como sucedía con los libros : para mucha gente todo lo que « sale » en internet es automaticamente cierto. Es más : internet permite construir la propaganda con un grado de exactitud y personalización inédito en la Historia. No hay más que ver los casos de Cambridge Analitica (inseparable del Brexit) o, más recientemente, la manipulación de la maquinaria de jaqueo rusa del movimiento independentista catalán o, sí, naturalmente, la pandemia de coronavirus.

-Internet y, más concretamente, las redes sociales, han introducido en la ecuación la reacción emocional y, sobre todo, el lucro comercial subsiguiente. Todo lo cual conlleva :

-Que hay grandes masas de la población occidental (en Austria, entre un veinte y un treinta por ciento de la población, si hay que juzgar por el calado del movimiento antivacunas) que son, en estos momentos, una bomba de relojería porque es presa fácil de cualquier intento manipulador y no cuenta con las mínimas habilidades técnicas para defenderse. En otras palabras : son analfabetos digitales o analfabetos funcionales digitales.

¿HAY SOLUCIÓN?

Recientemente, sobre todo a partir del caso de la “garganta profunda” que le ha salido a Facebook, se ha planteado la posibilidad de trocear Facebook. En el fondo de estos intentos está un deseo irrealizable: que el mundo vuelva a ser el de 1990. Los monjes también hubieran deseado para Gutenberg y sus seguidores una muerte rápida y poder quemar así todas las imprentas legales y piratas que, como champiñones, aparecieron en Europa entre 1460 y 1600.

Es un intento condenado al fracaso más estrepitoso.

La revolución ya no tiene vuelta atrás.

En mi opinión es urgentísimo, de vital importancia, una labor de alfabetización digital, sobre todo entre los llamados « boomers » (las personas mayores de 50). Lo ha demostrado la pandemia. Sería la vacuna más segura contra el totalitarismo que, de no hacerlo, es seguro que vendrá.

Tampoco estaría mal crear un sistema de redes sociales públicas, con algoritmos transparentes y que no dependan del ánimo de lucro, de la misma manera que se crearon en el siglo pasado radios y televisiones públicas, a modo de reservorios de información fiable.

Es capital, en mi opinión, que los Estados nacionales y la Unión Europea reconozcan el peligro inminente en el que nos encontramos y que actúen velozmente y con decisión, creando mecanismos positivos (positivos en tanto que sólidos y positivos en tanto que «benignos ») de interacción ciudadana en el mundo digital.

Si no conseguimos hacerlo, en cinco años, en diez, podemos tener en Europa una versión amplificada de las carnicerías que asolaron Europa en el pasado.

¿Te perdiste La Tarde en Directo? Aquí puedes volver a escuchar todas las reglas que entraron en vigor en Austria ayer y una entrevista muy interesante con el doctor Christian Dürr, del Memorial de Mauthausen.


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