La superficie oficial de Francia es inmaculada pero, cuando rascas un poco, descubres que quizá los franceses han inventado la Grandeur y el protocolo para huir de cierto fondo sangriento que les ha llevado a escabecharse los unos a los otros con cierta periodicidad.
Actualmente, Francia da la sensación de ser un país convulso. París, como espejo de todo el país, no acaba de recuperarse de los disturbios raciales de 2005 y en la calle hay miedo.
La ciudad que ilumina al mundo es una megápolis presa de sus contradicciones.
Por una parte, es el corazón cultural de Europa. La sacerdotisa guardiana de un culto que garantiza la supervivencia de la manera de entender la vida que nos ha hecho como somos. Por otro lado, París es un espacio humano que ha reventado cualquier costura. Una especie de inflorescencia gigantesca que ha empezado a implosionar con la victoria de Nicolas Sarkozy, un pequeño Napoleón que se propone hacer saltar por los aires toda la divina retórica de Mayo del 68. París es la probeta de experimentación de todas las actitudes posibles ante la inmigración, el rompeolas de todas las ideologías. La burguesía francesa, esa ancha clase media que come baguettes con mantequilla y jamón cocido y lee Le Monde, está noqueada por el retroceso de la pistola colonial y el fracaso de unos ideales que pregonaban que, debajo de los adoquines de De Gaulle había arena de playa. París es un espacio en el que conviven todos los tonos de piel. Junto a las chicas vestidas de actriz de cine de Chabrol, las gordas señoras centroafricanas que arrastran los pies cansados hasta sus puestos de la hostelería o la limpieza.
Francia es Audrey Tatou, esa chica cuyo acierto ha sido recuperar la imagen de la francesa pizpireta de falda de tubo, twin set y zapatitos de Minie Mouse. Pero esa chica ya no es la ingenua flapper de los años veinte, ni es la dinámica mujer de la posguerra mundial que empezaba a reconocer los límites de su libertad. Francia es hoy un país que tiene miedo de que los antiguos sojuzgados por el imperio colonial, que llenan las banlieus de París, vayan a estrangular a la blanca mayoría más o menos bienpensante. La clase media francesa vive encastillada en un enorme miedo a la piel oscura, a lo diferente.
Mi amiga I., que vive en París desde hace un año, en un cómodo barrio residencial de las afueras de la ciudad, me contaba que los franceses son enormemente circunspectos y que levantan ante ti instantaneamente un muro erizado con los cristales rotos de una cortesía exquisita. París es hermosa, pero no es una ciudad para vivir.
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