Vamos, que está bien tomar precauciones, pero ni calvo ni tres pelucas, jolinetes. Qué aprensión.
(Y esto lo dice un aprensivo convicto y confeso, que quede claro).
Si bien se mira, esta historia de la garrapata da una idea de la desertización del territorio nacional. Y es que los españoles hemos perdido la relación con el mundo verde. Nos hemos convertido en pisadores insistentes de hormigón, secarral y monte bajo. En paseantes de Carrefoures de horario liberalizado.
Para ilustrar esto, yo les explico a los incrédulos aborígenes que, cuando yo era chico, a mí me solían leer el cuento de “Hansel y Gretel” (ellos lo pronuncian Hans´l und Gret´l) o lo que es lo mismo: Juanito y Gretita.
Yo pasaba por lo de la casita de chocolate, pasaba por lo de la bruja (a la que me imaginaba en la carne mortal de una vecina cuya identidad mantendré en el economato), pasaba por el hueso de pollo que Hansel le daba a la vieja para hacerle creer que era su dedo (o sea, pasaba por que la vieja se tragara el embuste). Pasaba por todo, menos por que Hansel y Gretel se perdieran en el bosque. Porque para mí, un chaval madrileño de extrarradio, un bosque, señoras y señores, tenía cuarenta pinos ordenados en filas paralelas de a ocho (aquí los aborígenes se dan palmadas en los muslos de la risa). O sea, que si Hansel y Gretel se perdían ahí, todo lo que les pasase después se lo tenían merecido por meapilas. Ahora bien, cuando a mí me llevaron al Wienerwald por primera vez encontré yo explicación a este mito centroeuropeo del bosque tenebroso que se va cerrando detrás de uno. Sólo de pensar que me pudieran abandonar allí mis padres con un saquito de migas de pan como único equipaje, ya me ponía a mí los pelos como escarpias.
También sucede que, a diferencia de los austriacos, por ejemplo, las nuevas generaciones tenemos un conocimiento muy abstracto a propósito de la procedencia de la comida. De toda la violencia y suciedad que implica un filete, por ejemplo. Sea del animal que sea.
Otro cuento autobiográfico: yo soy una persona que lloro facilmente (a veces pienso que demasiado facilmente). Un telediario suficientemente cargadito (más si es español, porque se ven todas las vísceras) me hace tirar de clínex. Mi hermano, en cambio, es una persona que encara la vida de manera bastante más valiente.
Pues bien: mi cuñada, de la que he hablado aquí alguna vez, es de pueblo. De un pueblo castellano en el que se sigue celebrando la fiesta bárbara de la matanza como en tiempos de Atila, rey de los hunos (y de los hotros). Recuerdo como si fuera hoy que mi hermano, después de presenciar su primera muerte porcina, llegó a Madrid trastornadito perdido. No cesaba de decir:
-El pobre animal –al cochino, se refería, también conocido como puerco o guarro , mi amigo O. lo llama chancho o chanchito, porque es de Perú- era como escuchar llorar a un niño.
Vamos, que el pobre no lo pudo soportar y se tuvo que marchar.
Lo mismo me cuenta mi amigo T., gran aficionado a la tauromaquia, que explica con pelos y señales la eficaz labor de desmontaje -despiece-de la res muerta por parte de los matarifes en la Plaza de Las Ventas. Un espectáculo con el que no todo el mundo puede.
Por cierto, cuando T. me lo contó, me llamó la atención un detalle. Mencionó el olor. El olor de la carne cruda que aún está en los filetes de pollo del Carrefour, reposando en su bondadosa bandeja de corcho blanco, o en las jugosas chuletas de ternera. Y que debe de ser el olor de la sangre.
Un aroma al que la temible garrapata centroeuropea no se puede resistir.
(Juas, juas, juas).
Responder a Antonio Cancelar la respuesta