Josep Pla en 1917, más o menos cuando empezó a escribir El Cuaderno Gris
Acogiendo a pobres huérfanos
31 de Mayo.- Durante mis últimas vacaciones en España, mi padre, que es un hombre muy práctico, me amenazó con hacer una buena hoguera con los libros (varios cientos) que tengo almacenados en su casa; idea que apoyó mi compañía en ese viaje, que ve con preocupación como mi casa de Viena va llenándose, en un lento goteo, de libros. Esta idea, de echar al fuego los volúmenes, como el Ama de Don Quijote, les viene a ellos porque no se dan cuenta de que, quemando un libro, queman el último vestigio de la memoria del que lo escribió. Un libro es una conversación. No entienden que, para un buen lector, un libro es algo más que un objeto útil; mi compañía se ríe de mí si me da pena ver un libro tirado por la calle, y lo quiero recoger -hoy mismo, al pasar por el Naschmarkt me ha tenido que agarrar del brazo para que no fuera a rebuscar en una caja de volúmenes viejos que alguien se había dejado abandonada-. A mí me duele que alguien abra un libro demasiado -la encuadernación sufre- y, si alguien tirase mi biblioteca -hoy dispersa en dos ciudades del mundo separadas por dosmil kilómetros- estarían matándome más de un poco. Porque cada libro es un momento de mi vida. Pues bien: hasta ayer, creía que yo era raro -una rareza más. Pero resulta que, ayer, me alegré muchísimo, porque, leyendo “El cuaderno gris”, de Josep Pla, me topé con este párrafo escrito hace más de noventa años y que suscribo TOTALMENTE:
“Aprovechando un poco de frescura dejada atrás por la última tormenta, he ido al mas. He pasado dos o tres horas mirando papeles y revolviendo cajones. He confirmado lo que ya suponía: el poco afecto de mis antepasados por la letra impresa. He encontrado tres libros viejos: las “Fábulas” de Esopo en una edición con grabados al boj, violentos y burdos; la Gramática catalana de Ballot en la edición de 1814 y unos ejemplares de los Diálogos de Luis Vives.
He encontrado también unos libros de bachillerato y de la carrera de mi padre y de tío Martí, y unos cuarenta kilos de libros de misa que pertenecieron al señor Esteve Casadevall. Nada. Modestia aparte, es un hecho que yo, a mis veinte años, he comprado más libros de lectura que las diez o doce últimas generaciones de mi familia. No sé si este hecho es muy buen síntoma para la buena y sensata marcha de la propia institución familiar. Quizá tiene razón la tía Lluïsa cuando, viéndome llegar con “otro” libro, no puede dejar de decir:
-!Lástima de dinero…!”
Este párrafo me ha hecho particular gracia, porque la frase de la tía Lluïsa la he oído yo, dirigida a mí mismo, miles de veces. Y aún hoy, cuando compro un libro viejo -por ejemplo mi hermosa edición inglesa de “El Robinsón Suizo“, un libro que me apasionó en mi niñez, y que debe ser no más nueva de 1910- resuenan en mis oídos las palabras de mi abuela María (q.e.p.d.) que, al verme llegar con libros de segunda mano, movía la cabeza, y decía siempre:
-Con los libros esos, un día, vas a terminar cogiendo el sidra…
Si alguien quiere leer el libro en el idioma que se escribió, puede consultar el link que he colgado en la lista de enlaces. Esto será particularmente placentero para mis lectores catalanoparlantes, que podrán disfrutar del mejor Pla en su versión original.
P.D.: Por cierto, gracias, amigo Pobre, por el link y por el día de hoy, que he pasado muy felizmente.
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