Estas situaciones son siempre un poco raras. En este caso más, porque, particularmente, conservo una amistad muy buena con el ex (ese tercero que, en estos principios, siempre está presente como la sombra de Rebeca de Winter). En fin.
Al acudir a nuestra cita, encontré a mi amigo con una persona que coincidía completamente con la descripción que yo tenía de él pero que, como descubrí al minuto tres, no parecía encajar en ninguno de los estereotipos al uso (gracias a Dios, que está uno harto de estereotipos).
Como suele suceder en estos casos, mi amigo no paró de hacer bromas hasta que nos sentamos en la terraza de un bar próximo. Su novio sonreía, pero no decía nada. La conversación paró entonces en el nuevo chisme de alta tecnología que ofrecen las compañías telefoneras para cazar incautos. Mi amigo, a quien nada de lo avanzado le es ajeno, se hizo lenguas a propósito de las altas prestaciones del aparatejo, que reposaba sobre el velador como una lujosa cucaracha metálica, e incluso nos hizo una demostración de sus muchas habilidades; hablamos también del libro de las caras (esa pesadez que utilizo lo menos que puedo) y de Kindle, el dispostivo que patrocina Amazon para que el papel nuestro de cada día termine siendo una cosa tan antigua como las playeras con velcro.
Nuestro amigo el pelirrojo hizo entonces una serie de observaciones sumamente inteligentes a propósito del libro digital. No se trataba de las opiniones que uno lee últimamente en los medios; sino ideas impregnadas de originalidad y del agradable perfume del sentido común.
Cada uno opinó como Dios le dio a entender, pero todos los circunstantes convinimos en que los periódicos, por lo menos, son ya pasto de arqueólogos ¿Para qué gastarse un euro (y pico) en una cosa que ya es vieja en el momento de comprarla? Aquí en Austria, por ejemplo, Die Presse ha lanzado una potente edición dominical en papel que aspira a ser de calidad y hay cábalas sobre la decisión de sus propietarios de dejar de imprimir entre semana y dedicarse sólo al mundo digital.
Nuestro amigo el pelirrojo dijo entonces que los libros en papel se pondrán carísimos (a lo que su flamante cónyuge respondió que la desaparición del papel implicará un notable ahorro de sitio en las casas). Pasó un ángel.
Los tertulianos, que eramos cuatro, todos lectores irredentos, parecimos contemplar con nostalgia anticipada la desaparición del libro como objeto; como quien ve desaparecer una vieja costumbre, incómoda, pero que se mantiene por lo que tiene de valor sentimental, como el capitalismo o la entrañable propensión de la Humanidad a establecer gobiernos dictatoriales. Suspiramos. Y ahí nos lanzamos a contar anécdotas de nuestra relación con los libros, esa especie que, como el dodo o la máquina de escribir Olivetti, pronto será cosa del pasado. Creo que fui yo el que rompió el fuego diciendo que soy incapaz de tirar un libro. Incluso el peor que haya caido en mis manos. Soy incapaz. Para mí los libros son depósitos de lo que fui.
La tarde estaba jacarandosa. Se escuchaban los cantos unánimes de los pájaros y, tras la torre del Apollo Kino, el cielo se teñía del amable color del buen tiempo. La frondosa arboleda del Sterhazy Park era agitada por una suave brisa.
Hablamos del Julio Verne de nuestra infancia (estoy releyendo Viaje al Centro de la Tierra) de lo agradable que es sentarse a leer en cualquier sitio y abstraerse. Desaparecieron las distancias. Me vino a la cabeza que los lectores somos una comunidad, un ejército de gente unida por la gozosa hermandad de las páginas. Un círculo que se cierra en cuanto dos lectores se revelan mutuamente que lo son. Y mola.
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