El árbol de la ciencia

26 de Agosto.- Querida sobrina: anoche –milagros de la telefonía móvil– me llegó mientras cenaba –muy tarde- una foto tuya preciosa. La tengo puesta de fondo de pantalla del móvil. Estás contenta, con tu abuelo. Llevas un vestido rosa muy bonito y te ríes como sólo son capaces de reirse los niños felices. Por un momento, el recibir la foto, el verte, me llevó a España y me aisló de cierta sordidez que reinaba en el restaurante en el que cenaba acompañado de varios amigos. Una sordidez que yo encuentro curiosa porque no tengo que vivir en ella y que, me di cuenta ayer, miro desde un punto de vista que podríamos llamar “turístico”.
En eso pensaba ayer mientras volvía a mi casa, bajo la noche vienesa cuajada de estrellas. Una noche algo más oscura, menos ciudadana que la noche de Madrid, por cierto. Estas cartas, Ainara, quieren ser también un recuento de mis errores y, supongo, albergo el insensato propósito de que escarmientes en cabeza ajena. Algo a todas luces imposible, porque sería privarte también del sagrado derecho a tus propias equivocaciones.
Pensaba yo anoche, tras un par de copas de vino, que la gente que hemos tenido una infancia feliz y a la que no nos han sucedido cosas especialmente desagradables (me refiero a cosas imprevisiblemente desagradables, porque dolores, querida, tenemos y hemos tenido todos); en fin: pensaba que la gente feliz es inconsciente. Somos inconscientes Ainara. Nos es difícil llegar al verdadero interior del dolor ajeno, comprenderlo en toda su dimensión. Y por eso podemos soportarlo. Porque nos apenamos, lloramos con el afligido (vamos: los que lo hacemos) pero luego regresamos a la cálida seguridad de nuestra vida en donde reina la la paz y siempre se sabe cual será la próxima estación.
Basta un examen al propio interior de uno para poner todas las cosas en su sitio y matar cualquier rastro de vanidad que podamos sentir por nuestras buenas acciones (que, por otra parte, si bien se mira, son nuestro deber).
Es como cuando se dice que los Reyes (a los de España me refiero) son personas muy sencillas y muy accesibles. Lo son, Ainara, porque pueden serlo. Porque son queridos –más o menos universalmente- y porque pueden permitirse cosas que las demás personas no podemos. Si algo va mal –que no va mal casi nunca- se enrocan en su posición (bueno: en Su Posición) y aquí paz y después gloria. Pues igual con ciertas cosas de la vida nuestra.
Durante muchos años, Ainara, trabajé con enfermos. Niños, además. Cada mañana iba a mi trabajo y trataba de hacerles la vida más agradable, trataba de hablar con ellos y hacerles reir; creo que era bueno haciéndolo porque (inconscientemente) siempre trataba de crear un espacio estanco en donde su problema, omnipresente, no pudiera entrar (cuando sufras, Ainara, te darás cuenta de que pocas cosas consuelan más que el hablar con alguien que está fuera del problema que te atormenta). Por esto, la gente decía que yo era una buena persona. Malo no soy, creo yo, pero pongamos las cosas en su justa medida y seamos honrados: para mí era fácil. Una vez se acababa la sesión, yo me iba a mi casa, a mi entorno conocido en donde todo el mundo era más o menos feliz (feliz se llamaba entonces a estar sano).
Cuando vi morir a tu bisabuela María, sin embargo algo se rompió que no ha vuelto a ser igual. A partir de aquel momento siempre habría alguien que me iba a faltar, que no iba a estar ahí cuando llegara a casa. Alguien a quien estaría condenado, para siempre, a echar de menos. Comprendí entonces que la enfermedad y la muerte también podían afectarme a mí y a los míos y dejó de ser fácil para mí ver ciertas cosas y escuchar ciertas historias. A partir de entonces, Ainara, lloro con mucha más facilidad porque soy (aún más) consciente de que vivimos en un equilibrio muy quebradizo. En cada persona que sufre os veo a cualquiera de vosotros (a tu abuela, a tu abuelo, a tus padres, a ti) y me cuesta cada vez más aparentar esa calma y esa paz que es imprescindible cuando uno está con alguien a quien el destino ha golpeado.
Supongo que hacerse mayor es lo que tiene. Uno se vuelve más sentimental y más miedoso.
En fin.
Besos de tu tío.

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Comentarios

2 respuestas a «El árbol de la ciencia»

  1. Avatar de El herpato
    El herpato

    Muy potito, herpato. Yo echo de menos cada día a la abuela.

    Besos.

  2. Avatar de amelche

    Pues sí, es lo que tiene el crecer, que empiezan a faltarte tus mayores.

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