
“Agüelo mío, yo te enviaré muy buen chocolate para que le tomes por la mañanica en la cama”: el destino que aguardaba a la niña que escribió estas palabras sería el de morir en la flor de la juventud en un país extraño, rodeada por personas que hablaban una lengua de la que apenas llegó a dominar los rudimentos.
Si hubiera vivido hoy, probablemente Margarita Teresa, Infanta de una España que estaba perdiendo la capacidad de soñar, hubiese sido una de las mujeres más conocidas del planeta. Luis nos abre una ventana a la apasionante vida de una persona que, con la vista puesta en un pasado cuyos tonos dorados van empalideciendo con el tiempo, representa la última flor (tierna, quebradiza) de aquel Imperio.
Luis Tercero.- Tanto si se trata del Museo de Historia del Arte, en Viena, como del Palacio de Ambras, en el Tirol, ambos poseen en común la capacidad de no dejar impasible al visitante que, en dichos espacios, busca huellas del esplendoroso pasado de la Casa de Austria. Pero, ¿en qué se fundamenta ese mágico poder de atracción? La respuesta: en ellos se puede contemplar un auténtico “álbum de fotos” de los Habsburgo.
Durante los dos siglos –el XVI y XVII– en que se desarrollaron las intensas relaciones hispano-austriacas, se dio un envío constante de retratos de Austrias españoles al calor de la política dinástica de enlaces interfamiliares. De entre estos miembros, sin duda la que mayor protagonismo cobra por el irresistible atractivo pictórico que irradian sus lienzos es Margarita Teresa de Austria (1651-1673). Inmortalizada por Velázquez en el cuadro de Las Meninas, pasaría a la historia por mostrar en dicha pintura la cándida mirada de una tierna juventud transcurrida entre los muros del lúgubre alcázar madrileño. Pero el Museo del Prado no es la única institución que alberga imágenes de la joven infanta, puesto que su semblante puede ser admirado en otras colecciones como las del Kunsthistorisches Museum austriaco. Probablemente el lector se pregunte sobre la razón de hallarse un retrato de la infanta en uno de los museos más célebres de Viena. Pasamos pues a aclarar esta incógnita.
Entrada la segunda mitad del siglo XVII, la Monarquía Hispánica se hallaba inmersa en un proceso de adaptación a su nuevo rol dentro del orden mundial imperante. El dilatado imperio de los Austrias españoles –que abarcaba desde Flandes a Sicilia y desde Filipinas a México– se estaba agrietando, por lo que había activado su instinto de supervivencia. No sólo había tenido que hacer frente a la secesión de Portugal y a varias pérdidas territoriales en Flandes a manos de una pujante Francia ansiosa de expansión y predominio, sino que también se había decidido por reorientar su política exterior hacia un paulatino repliegue de su influencia en el tablero europeo. Sobre todo, los belicosos intereses del rey francés Luis XIV apenas daban un respiro a una España exhausta tras largos años de guerra contra su enemigo secular. Era por ello necesario estrechar lazos con su principal aliado, la rama vienesa de la familia.
El cabeza de esta línea, Leopoldo I (1640-1705), no sólo era señor de los extensos archiducados y reinos de Austria, Bohemia y Hungría, sino también emperador del Sacro Imperio Romano. Este joven monarca, con los ojos puestos en la sucesión a la herencia del imperio español, estaba dispuesto a reforzar su alianza con la monarquía del flemático Felipe IV accediendo a casarse con su hija, la joven Margarita Teresa.
La tierna infanta que el universal sevillano retratase tan fielmente se había mostrado muy cariñosa desde niña hacia aquella familia de la lejana Austria, tal y como nos revelan las dulces palabras dirigidas a su abuelo, el emperador Fernando III: “Deseo ir a tu casa a darte un abrazo y un beso”/ “Agüelo mío, yo te enviaré muy buen chocolate para que le tomes por la mañanica en la cama”. Quizás este temprano afecto familiar ayudara a la joven infanta a asumir su futuro papel como soberana de unas tierras con una cultura y costumbres tan diferentes a las de su patria. De hecho, como toda soberana austriaca, debía conocer el idioma principal de sus súbditos, el alemán, por lo que se le asignó como preceptora a la esposa del embajador imperial en Madrid para que aprendiese al menos lo rudimentario de la lengua.
Mientras tanto, las largas negociaciones que precedieron al enlace posibilitaron el envío de un cuadro a la corte cesárea con el objeto de calmar la impaciencia del emperador y mostrarle el rostro de su futura consorte. Realizado ya en Madrid el matrimonio por poderes y tras un largo viaje de más de siete meses, la infanta hacía finalmente su solemne entrada en Viena el 5 de diciembre de 1666. Margarita aún recordaba con emoción la sentida despedida de su madre, la regente Mariana de Austria, la cual, como archiduquesa austriaca había realizado el mismo viaje 18 años atrás –a la inversa– para casarse con su tío, el rey Felipe IV. Aguardando la llegada de su emperatriz, el encandilado Leopoldo no había escatimado en los preparativos para la ocasión; no en vano, la celebración de los desposorios en la corte imperial iba a deslumbrar a media Europa: dos altos y suntuosos palios albergaron en el patio central del palacio del Hofburg varios ballets ecuestres acompañados de números operísticos cuyo tema se basaba en el mito griego de los “argonautas y el vellocino de oro”. El propio emperador se había propuesto ensombrecer el esplendor de la corte de Versalles y lo había logrado con creces.
A la luz de las memorias que se conservan, parece ser que la pareja se caracterizó por una franqueza y afinidad común en todos los ámbitos de su corta vida conyugal. Entre otros pasatiempos, compartían sobre todo el gusto por la música y su interpretación. Margarita además era una amante del teatro; este gusto promovió la representación en el jardín del palacio de la Favorita (actual emplazamiento de la academia del Theresianum) de varias obras españolas –entre ellas algunas de Calderón– e incluso la emulación de alguna que otra típica “comedia de corral” madrileña. Como vemos, la emperatriz seguía fiel a su patria en lo que a gustos culturales se refiere, y su integración en aquel cosmos germánico debió dificultarse al verse continuamente rodeada de sus damas españolas; además, estas orgullosas sirvientas provocaron algún que otro inconveniente al emperador por la manía de éstas de regirse según las costumbres españolas.
Otro punto que unía a la pareja imperial era el de la religión, ya que Margarita, al igual que su esposo, profesaba una especial devoción de la fe católica –la característica Pietas Austriaca. Aunque no es probable que ello fuera determinante, sí es posible que, inspirada por su confesor e imbuida de los principios que en su tierra le habían inculcado, contribuyese involuntariamente con su juicio a la expulsión en 1669/1670 de la comunidad judía de Viena. Los autos de fe, tan comunes en la España barroca, no se daban en Austria debido a la ausencia de un aparato inquisitorial, de ahí que la joven emperatriz hallase escasa comprensión hacia la permisividad con que a sus ojos se había tolerado la presencia del colectivo hebreo entre la población católica austriaca.
Desde su llegada a la sede imperial, Margarita se nos muestra desplazada al margen de los asuntos de gobierno. Más bien parece haber tenido siempre la mirada puesta en su adorada España. No obstante, jamás descuidó su gran “cometido” como esposa: dar a luz a un heredero. Sin embargo, ése fin acabaría con su breve vida. Varios embarazos malogrados parecían haber augurado un funesto final para la consorte hispana y ella no sería una excepción a una calamidad tan común en aquella época. La joven, tras un cuarto parto fallido y dejando una sola hija como herencia carnal, cerraba los ojos el 12 de marzo de 1673, a la pronta edad de 22 años. Margarita Teresa pasaría a la posteridad no sólo por su famoso retrato, sino también por ser la última infanta española en llevar el título imperial y por aportar un toque del esplendor del barroco español a la algo desabrida corte vienesa.
Nota: el féretro de la emperatriz española sigue ocupando su espacio, junto al de otros Habsburgo, en la Cripta de los Capuchinos. Respecto a la huella de su presencia en la iconografía austriaca, pueden admirarse en la Nationalbibliothek de Viena los bellos grabados de aquellos impresionantes ballets celebrados en ocasión del connubio imperial.
Luis es historiador, vive y trabaja en Viena y en la actualidad investiga las relaciones entre la corte madrileña y la vienesa durante el siglo XVII.
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